martes, 26 de diciembre de 2017

Los ojos de Luke


Desde que vi Star Wars. Episodio VIII he estado considerando escribir una concienzuda y pormenorizada crítica personal. Sin embargo, una vaga (aunque poderosa) sensación de frustración me retenía. No sabía bien de qué se trataba, mientras un pensamiento iba tomando forma dentro de mí a partir del recuerdo de una mirada: la de Luke Skywalker o, más bien, la de Mark Hamill. El detonante vino de la mano de otra mirada: la de Michelle Pfeiffer, a quien vi más recientemente aun en Asesinato en el Orient Express, y a quien he visto de nuevo hoy en la célebre Ladyhawke. En ambos casos de trataba de personajes vinculados a momentos de mi historia personal, y al modo en que mis experiencias estéticas unidas al cine iban tomando forma con el paso de los años; las décadas, debería decir a estas alturas.

Pero vuelvo a "Los últimos Jedi". Estamos ya en el segundo asalto y aún no sabemos cuáles son las causas de que algunos malos lo sean tanto (o de que sean tan inmaduros, que es la otra, simple posibilidad). Una vez más se espera del espectador que reaccione al desbordante despliegue pirotécnico (audiovisual, quiero decir) como si ese simple (simplón) exceso fuese suficiente. No lo es. Para qué entrar en las incoherencias argumentales, o de simple desarrollo de algunas secuencias, de la mala dirección de actores o de la incapacidad para hacer que algunos personajes despeguen. Mucho antes que esas consideraciones yo tuve que gestionar ésta: la película no emociona. Ni siquiera cuando Luke sube de nuevo al Halcón Milenario. Ni siquiera en la secuencia del reencuentro con R2D2 y la querida Princesa Leia. Ni siquiera Leia emociona, ahora que sabemos que en verdad ya no está. Hace falta ser un negado para malbaratar un material emocional de ese calibre: ponerlo ante los ojos, pero no ser capaz de ponerlo ante el corazón que, al final, es el custodio del recuerdo, la emoción y las razones por las que la belleza nos conmueve.

Han pasado los largos años como sorbos rápidos, como hojas que caen en un nuevo invierno para ser pisoteadas en el olvido. Sin culpa, sin mala intención. Tan sólo porque así son las cosas. Han pasado los años y han dejado en los rostros del pasado la huella de la pena y, quizá, la falta de una esperanza renovada.

El rostro avejentado de Isabeau de Anjou y los ojos llorosos de Luke Skywalker. Michelle Pfeiffer, Mark Hamill. El detonante han sido unos ojos, un llanto por el tiempo ido; el peso de un legado en muchas vidas. La mirada del Jedi que se las ha tenido que ver con un guión en el que se pide a su personaje que interprete una evolución (sic) tan inaceptable como desmembrada, explica muchas cosas sobre el modo en que se construyen las historias hoy día en la llamada meca del cine (sí: con minúsculas): con retales, como "frankensteins" narrativos deslabazados e inertes. Los ojos de Mark Hamill, un hombre que empieza a ser anciano, transparentan con la intensidad de una lágrima contenida que nos hacemos viejos, que la mirada es la ventana privilegiada al alma, y que el espíritu puede estar triste al contemplar  "cómo se pasa la vida, / cómo se viene la muerte / tan callando". Así que quizá la secuencia cabal de estos "Últimos Jedi" sea la del cierre del círculo en el personaje de Luke: su muerte contemplando la puesta de los dos soles, atisbado uno de ellos en medio de las nubes. Yoda redivivo (¡por fin!) sirve de catalizador para un final que, si bien no está a la altura del personaje, sí permite recuperar de alguna forma la conciencia de que el legado es la Fuerza, y que ningún director/guionista de tres al cuarto puede aniquilar del todo los posos de la inesperada sabiduría original que alumbró el mito, hace ya cuarenta años.

viernes, 8 de diciembre de 2017

El espíritu de la Navidad

Corría el año 1840 cuando la primera felicitación de Navidad fue enviada por correo; la primera 'christmas card' de la historia si descartamos como tal el cometa que puso en marcha a los Sabios como felicitación primigenia. Que Dios se las ve con esto de la red global  y las autopistas de la información a lo bestia; ¡menudo Es!

Poco después de aquella primera felicitación, en 1843, Charles Dickens publicaba su genial "Cuento de Navidad" que, entre muchas otras cosas, trajo de vuelta a la Inglaterra victoriana la alegría perdida durante más de siglo y medio, desde la prohibición puritana de Oliver Cromwell contra la celebración jubilosa de esas fechas, contra el sentido profundo de la felicidad que va asociada de manera intrínseca a la conmemoración de la Encarnación, del nacimiento de Dios. A Christmas Carol supuso, además, el nacimiento de lo que se ha dado en llamar "el espíritu de la Navidad".

Con el paso del tiempo ese espíritu navideño ha ido adoptando formas diversas. El común denominador, sin embargo, ha sido un creciente edulcoramiento de esos días, y la pérdida del sentido de lo que se conmemora que, bien pensado, no es sino el amanecer de la Muerte y la Resurrección. Alumbra la alegría de esas jornadas el recuerdo de un futuro doloroso y, así, gozoso hasta más allá de lo que imaginación humana podría haber concebido. En palabras de Tolkien, "la muerte y resurrección de Jesucristo es la eucatástrofe [el giro gozoso más allá de toda esperanza] de la historia de la humanidad" (Sobre los cuentos de hadas, epílogo), del verdadero —en su sentido más radical— Cuento de Navidad: de Belén al Cielo.

Hace unas semanas vi (con pasmo) uno de los carteles con que El corte inglés declaraba oficialmente inaugurada la navidad. Mercadona y otros habían hecho público su particular salto y doble pirueta sobre toda forma de sentido común mucho antes, poniendo a la venta turrones y calendarios de Adviento allá por octubre. Nada de sutilezas teológicas para los bisnietos de Adam Smith. El divorcio entre materia y espíritu, entre cuerpo y alma, se esconde, abotargado, tras esta incapacidad que la modernidad manifiesta de manera creciente respecto de todo intento de comprensión de la trascendencia. Parece como si el esfuerzo de penetrar la profundidad de campo que acompaña a la belleza, al regalo que nos es entregado una y otra vez, se topara con la limitación de este creciente apego con que todos nos aferramos a la aparente certidumbre de lo tangible, a la seguridad de lo ya conocido, de la costumbre petrificada en rutina y aburrimiento. Puestos a elegir, nos hemos quedado con el "espíritu" de la Navidad, un conglomerado de sentimentalismo dulzón, buenas intenciones que duran menos que el turrón, luces que nada alumbran, abrazos vaciados de contenido (o no, tanto da), uvas y mala uva que prorrogan el eco de los pasos vacíos de cada año que pasa, como pasa el agua de roca en roca por el río que contemplaba Heráclito.

El espíritu de la Navidad, en cuanto tal, no es algo negativo que haya que rechazar. Estaríamos otra vez en la posición rigurosa de Cromwell el Justiciero. Sin embargo, tengo para mí que el exponencial vaciamiento del sentido de ese espíritu —la graciosa e inocente aceptación del Regalo— nos dejará con la misma cara de gilipollas que muestra el perro del cartel: la tontería infinita de El corte inglés, sus orejas de reno hechas de fieltro barato, la hierática pose de toda una era "devota de lo fútil e instantáneo" (Tolkien de nuevo). Feliz Navidad, pues. Pero feliz de Verdad.

lunes, 23 de octubre de 2017

La haka y el contexto

El pasado 20 de octubre fueron entregados los premios Princesa de Asturias. En esta ocasión, el galardón correspondiente a la categoría de los Deportes recayó en la selección neozelandesa de rugby, los célebres All Blacks.

Mientras veía la ceremonia en la televisión, meditaba sobre lo curioso de las reacciones que su danza provocó. Quiero pensar que se trató de la respuesta también emocional (o quizá, solamente emocional) a un ritual cuya raigambre, sentido y alcance se nos escapa. La danza de los All Blacks parecía más que nunca fuera de contexto sobre el escenario del Teatro Campoamor. Sin embargo, cabe preguntarse si efectivamente lo estaba.

La haka es una danza maorí cuya finalidad abraza desde la amenaza y el desafío antes de la batalla, al agradecimiento y el agasajo del huésped. Se trata, por tanto, de una liturgia vinculada a un sentido cierto y profundo del carácter sagrado de la vida y la muerte en una perspectiva muy amplia, bella y llena de misterio.

En el pasado hemos tenido ocasión de ver la reacción de absoluta ignorancia ante este desafío y, por tanto, su desprecio, por parte de la selección estadounidense de baloncesto. La reacción de los rostros en Oviedo durante la entrega de los Premios Princesa de Asturias, desde los reyes al más pintado, evidenciaba que el contexto permite o impide un acercamiento al carácter profundo de la realidad: una comprensión del mero hecho más allá del instante. Las sonrisas o el azoramiento fueron, una vez más, signo de que vivimos en un mundo cada vez más desacralizado, lato sensu.

La televisión y la premura de la "actualidad" privan de casi todo significado a lo que acontece. Quizá, precisamente, porque acontece y no perdura, ya que lo peculiar de la permanencia es su capacidad para trascender lo momentáneo: no se trata de meros sucesos, como a menudo parece ocurrir cuando la narración de las noticias coloca todo en el mismo plano de importancia, la muerte junto a un pase de modelos, un gol al mismo nivel que el mero número de muertos en accidentes de tráfico. Dramatismo, estupidez y superficialidad de la mano.

En estos tiempos de tan cacareada globalización, me pregunto hasta qué punto lo más sobrecogedor es burdamente transformado (y deformado), hasta devenir un simple souvenir, fast-food que se nos indigesta por un abotargado sentido occidental del divertimento y la distracción, donde la vulgaridad surge de estar al lado de lo sublime y no darse cuenta, en frase del genial Chesterton. Porque la plenitud del significado vive escondida en la metáfora, en la polisemia que permite comprender y recordar, agradecer plenamente y acceder, siquiera por un instante, al misterio.

jueves, 10 de agosto de 2017

Dunkerque en el alma de Christopher Nolan

Anteayer vi "Dunkerque", la última película de Christopher Nolan. Un salto adelante en su cine, un nuevo listón esperanzador en estos tiempos de esto-ya-lo-he-visto mil veces.
En la senda de Terrence Malick, Spielberg o Clint Eastwood, no es ésta una película "de guerra". Eso, que de suyo no tiene por qué ser óbice para el mérito esencialmente estético (como sí lo era en el pastelón "Pearl Harbor"), en "Dunkerque" se convierte en el escenario para contar qué sucede cuando seres ordinarios se ven enfrentados con lo extraordinario: no con la muerte, sino con el odio de una muerte que cae literalmente del cielo como una furia llena de odio. Cuando las cobardías y traiciones conviven con la lealtad y el heroísmo que no se miran en el espejo. Ni siquiera en el legítimo espejo del sentido del deber.

"Dunkerque" es una película sobre el silencio y el perdón, sobre la esperanza que vive agazapada en la aparente aleatoriedad de todo, y del Todo.
Y no se pierdan la música ni la lección magistral que imparte Nolan a los devotos de los efectos especiales en 3D. Menos es más, otra vez.
"Dunkerque" es una película maravillosa. Así de sencillo.

viernes, 23 de junio de 2017

La eterna soledad del yo

"Pues bien, Cristiano Ronaldo (CR para los deportivos), acusado de cuatro delitos fiscales, tiene ante sí dos caminos de redención, uno seguro y otro arriesgado. Despojado el caso de los pífanos mediáticos, que en este caso suenan con especial intensidad, el jugador del Real Madrid puede —y seguramente es lo que hará— declararse culpable, pagar los 14,7 millones que Hacienda le reclama (y no como demostración de buena voluntad, sino porque es lo que establece el protocolo de arrepentimiento en el Código Penal), colaborar en todo en el esclarecimiento del presunto montaje construido sobre cesiones fingidas de derechos a la sociedad de las Islas Vírgenes, con una sociedad irlandesa que cobra de los anunciantes más una cuenta en Suiza y acogerse a la clemencia del tribunal. El segundo camino, una senda tenebrosa, es presentarse en el tribunal, defender su inocencia sobre el supuesto de que no hubo conducta dolosa, arrostrar el riesgo de que el juez no rebaje un solo grado de las penas solicitadas (si considera que es culpable) y acabar en la cárcel (...).", Jesús Mota, El País, 23 de junio de 2017.

El artículo continúa, sin desperdicio. Es más que posible que su lectura convierta en superflua la de esta entrada en mi blog si lo que el lector desea se ciñe al caso Ronaldo. Sin embargo, como mi reflexión va más allá del presente continuo de este futbolista, no quiero dejar de lado una consideración: su reacción, más allá de ser la enésima muestra de un infantilismo narcisista (perdonen la redundancia) ciertamente cargante y enfermizo, la rabietilla de una persona que está convencida de estar por encima de todo, es  también muestra de una actitud que se ha convertido en endémica en estos tiempos de choriceo en expansión que nos ha tocado vivir; a saber: la huida hacia adelante.

De unos años a esta parte, y de forma exponencial, ha cristalizado un (pat)ético código de actuación por parte de políticos y estafadores (perdonen, de nuevo, la redundancia), deportistas, especuladores y otras especies, que formularé como sigue: si te pillan, niégalo todo, sea fraude o malversación, sea dopaje o amaño de partidos. Tú no sabes, no recuerdas, no sabrías precisar. La presunción de inocencia es un principio jurídico penal, eco del sabio, prudente in dubio pro reo que nos ecualiza (permítaseme la licencia semántica) como seres humanos: todos somos sospechosos habituales de una mayor o menor mediocridad. Así pues, mientras no sea demostrada la culpabilidad, la ley ampara nuestra inocencia. Pero la falaz auto-presunción de inocencia es, ¡ay!, un presuntuoso acto de rebeldía que, más allá del fuero interno de cada uno, de puertas afuera se despliega como el acta de defunción de la honestidad, la sucia mortaja de la honradez, la penúltima oportunidad, quizá, de conservar aquella inocencia con que en el inicio del camino éramos capaces de decir, con llana sencillez: "he sido yo". Negarlo todo es defenestrar la pureza, arrojarla al retrete de esa derrota que se llama cinismo.

Cristiano Ronaldo me trae a la memoria (sé que es una imagen habitual en mi imaginario argumentativo, tercera redundancia) el cuento del emperador desnudo. La megalomanía alimentada por los carroñeros de la "prensa deportiva" (¡ja!) ha engordado su ego (sólo comparable al de LeBron James) hasta amenazar con hacerlo implotar: hasta que se dé cuenta de que no es querido porque la admiración sólo se otorga en plenitud a aquello que se presenta con la simplicidad del don. Porque, ¿qué tenemos que no hayamos recibido? ¿Qué, que no sea pura gracia, gratis datum, es decir, donum, don, regalo?

Nada nos debemos a nosotros mismos si no es la obligación más o menos gustosa de repartir a mansalva lo que hemos recibido. No el dinero, no esto o aquello. No. La repartición es la donación de eso que los yanquis llaman el self: lo más íntimo del yo, el reducto que consideramos El Álamo de nuestro ser. También eso. Resistirse a llegar a esa desnudez es condenarse a transitar un polvoriento atajo hacia una triste tierra de nadie vigilada por ominosos carontes, donde resuena el eco de una maldición. La maldición se llama desesperanza, y traza en el rostro la cínica mueca (la cicatriz grabada a fuego) de una sonrisa desvaída, de una altanera ignorancia abocada al olvido.

lunes, 30 de enero de 2017

Paradigmas del futuro impaciente

Desde que ayer vi la final del Abierto de Australia, he estado dando vueltas a un pensamiento que tiene que ver con la paciencia, el tiempo, y la pervertida noción de "éxito" que se ha extendido, como una sombra sibilina y envenenada, hasta ocupar los recovecos y las más remotas esquinas de nuestro inconsciente. Dos jugadores del calibre de Federer y Nadal, dos estilos distintos, dos voluntades análogas. Un punto de apoyo común desde el que mover el mundo de su especialidad: la paciencia y una íntima convivencia con el paso del tiempo. Porque el paso del tiempo otorga perspectiva, conocimiento de sí, mesura, y ese intangible tan decisivo en el deporte y la vida: humildad. A lo largo de los últimos, digamos, treinta años, se ha ido imponiendo de manera exponencial una mentalidad del éxito a cualquier precio: la impaciencia como paradigma. Triunfar ya no es negociable a medio o largo plazo. El tiempo es vivido como escenario resbaladizo del instante.
El deportista que despunta gracias a su talento es proyectado —¡lanzado!— como un dardo que anhela el diez de la diana. De poco sirven las voces que aconsejan prudencia y paciencia: el aprendizaje paulatino de las habilidades, la automatización que sólo otorga la infinita repetición de los movimientos hasta que jugar a un deporte parece una segunda naturaleza, el recuerdo de algo que siempre se supo hacer. En el baloncesto, que de entre los deportes que me interesan es el escenario en que este erróneo modo de obrar se ha impuesto de manera más salvaje, hemos tenido en las últimas dos décadas ejemplos tristes de jugadores que han pasado de promesas fenomenales a estancamientos clamorosos. Juancho Hernangómez, jugador de los Denver Nuggets, es un caso triste de un chaval de veintiún años que se marcha a la NBA sin pensar que, aun siendo bueno, debería haber contado con la paciencia que "todo lo alcanza" para asentar su progresión y afianzar una candidatura a años vista, que le hubiese permitido desembarcar allá con los mimbres bien entrelazados. El propio Ricky Rubio es otro ejemplo de este parón evolutivo. En el otro extremo encuentro a Sergio Llull como el descarado de turno que disfruta de lo que hace desafiando las expectativas ciegas de los adoradores de lo efímero. Vivimos en un mundo "devoto de lo fútil e instantáneo" (Tolkien). 'I want it all, and I want it now', cantaba Queen. "Juventud, divino tesoro", cantaba el poeta. Prudencia, 'auriga virtutum', el Filósofo. Saquemos conclusiones.