viernes, 6 de mayo de 2016

El empalagoso sabor del Ego

Nosce teipsum: conócete a ti mismo. Tal era la leyenda (del latín legenda, lo que había de ser leído) grabada en el dintel de entrada al oráculo de Delfos. Y, puesto que no fue creado el ser humano para ser adorado como un dios, quizá ni siquiera como un héroe, toda magnificación del yo corre el riesgo de caer en la ampulosa vanidad de considerarse elegido por cualquier deidad pagana —uno mismo, por ejemplo—, y perder así la senda de la sabiduría que, en el decir de Cervantes, es la de la humildad (cfr Coloquio de los perros, una de sus Novelas Ejemplares).

A medida que esta marea de estulticia avanza de la pegajosa mano de la Modernidad, como un irrefrenable tsunami, tanto más imprescindible se revela esto que los cultos llaman un “cambio de paradigma”. Pues tal es el sentido de las cosas: el silencio creador, la conciencia de que somos lo que somos (ni más, ni menos), y que nuestro auténtico valor es pesado en una balanza por el único que puede discernir con verdad y justicia: con terrible misericordia, a partes iguales. Este cambio de paradigma debería apuntar, en opinión de quien esto escribe, a una ralentización de la vida, a un enseñoramiento del silencio interior, y a una revisión del lugar del yo en el conjunto.

Vivimos en un mundo que se adentra a toda velocidad en la negación de la búsqueda paciente de la perspectiva. Lo que sucede es sustituido ipso facto por lo que acaba de suceder que, a su vez, ya es pasado; de suerte que lo que viene a sustituir a lo anterior ha sido hecho sinónimo de progreso, y al no haber espacio ni tiempo para la ponderación, todo lo que de valioso posee cualquier tradición ha sido proscrito como obsoleto. Esta envenenada vorágine nos roba lo más importante: la valoración serena del sentido, que es hija primogénita de la prudencia.

¿Por qué este largo proemio en una reflexión sobre un deportista? Me explico. Pienso hace años que Kobe Bryant, a quien he seguido desde su debú en 1996, gastó su larga vida deportiva tratando de emular a Michael Jordan: lograr las mismas hazañas, copiar su estilo de juego y hasta el más mínimo de sus movimientos, batir sus récords. No se dio cuenta de que, como jugador de baloncesto, era extraordinario por méritos propios. Pero en una NBA cada vez más volcada en el instante sin perspectiva, repletas las canchas de egos demenciales y de aspirantes a serlo (a excepción de ese milagro llamado San Antonio Spurs y, más recientemente, Golden State Warriors, o aquí y allá alguna más que honrosa excepción), Bryant pasó a engrosar esa lista de talentosos jugadores obsesionados por la meta (el espejismo) de ser el siguiente MJ.

Tampoco asumió que esos méritos eran fruto de un talento recibido, y que no cabe envanecerse (ni por exceso ni por defecto, que es otra forma bastarda de orgullo) por los regalos que nos adornan ‘de fábrica’. ¿Anula esta afirmación el valor de su esfuerzo por mejorar y hacer de ese talento algo creciente? Creo que no. Pero pienso también que, puesto que la excelencia en el deporte no es sólo una téchné sino, sobre todo, un arte, la elevación de un deportista a la categoría de “grande”, “único”, “leyenda” o “mito”, exige una valoración de esos imponderables que, por no estar de moda desde la década de 1990, completan el retrato del deportista como un todo: un ser humano que practica una disciplina, que se mejora en su ejercicio como tal, y que es capaz de hacer mejores a los demás por medio de la elaborada ejecución de su talento. Pues sólo es artista quien pone su saber hacer al servicio del engrandecimiento de cada otro.

Pero la disciplina a que me refiero no está hecha sólo ni principalmente de entrenamiento, aunque es parte decisiva en la senda de la progresión, según aquello de san Agustín:

Si dices basta, estás perdido. Añade siempre, camina siempre, avanza siempre; no te pares en el camino, no retrocedas, no te desvíes. Se para el que no avanza; retrocede el que vuelve a pensar en el punto de salida, se desvía el que apostata. Es mejor el cojo que anda por el camino que el que corre fuera del camino. Examínate y no te contentes con lo que eres si quieres llegar a lo que no eres. Porque en el instante que te complazcas contigo mismo, te habrás parado.

El mundo del deporte profesional es, como Hollywood, campo sembrado de minas para el sentido común y la mesura, ingredientes básicos en la receta de la felicidad. Kobe Bryant ha vivido toda su trayectoria deportiva en ambos lugares, rodeado de toda la vanidad, la desmedida ambición y la simple estupidez humana que te susurra al oído sin cesar: “eres extraordinario”. Pero, en el decir de Manuel Vicent,

[l]a cuestión es asumir la vida como una conquista diaria sin que te ofusque la gloria del pasado ni te haga olvidar el futuro. Saber defender, saber encestar sin canasta, esta es la lección. Hoy, cuando el deporte de élite está gobernado por el dinero y cada palco de estadio parece una cueva de forajidos, cuando el destino del atleta consiste en llevar una marca de zapatillas a la meta, cuando la sed del vencedor sólo se aplaca con el anuncio de un refresco, es admirable (...)

ver otros modos de obrar, otra maneras de madurar. La de Vince Carter, por ejemplo: un veterano a punto de cumplir los cuarenta, jugador extraordinario y un atleta portentoso que, de equipo en equipo, ha sabido asumir que la vida pasa, que el papel del elegido es a medio y, sobre todo, a largo plazo, convertirse en mentor y maestro por la vía de la humildad.

Nada de esto he percibido en Bryant. Siempre soberbio, habitualmente centrando la atención en sus disputas con O’Neal (otro que tal), en acaparar todos los focos, en despreciar al rookie de turno o en humillarlo en los entrenamientos hasta esta última temporada.

Cuando estaba Jordan porque estaba. Cuando se fue, porque estaban LeBron James y alguno más. Siempre a la caza del cetro, siempre persiguiendo la gloria de otro. Números asombrosos jalonaron su carrera y lo acompañarán siempre. Será un ‘Hall of Famer’, por supuesto (un museo humano en que abundan los egos), y habrá vendido camisetas hasta del Barça. Estupendo. ¿Y?

Para quien esto escribe, un enamorado del Baloncesto desde los diez años, la figura (la esfinge) de Kobe Bryant se irá empequeñeciendo a medida que el Tiempo que todo lo barre, y que coloca cada cosa, persona y acontecimiento en la adecuada perspectiva, transcurra hacia otras costas y orillas en las que, así lo espero, el ego deje paso a una dialógica del nosotros, sin golpes en el pecho ni miradas cargadas de adrenalina y desafío al rival. Pues, no en vano, el basket es y será un deporte de equipo.


Spurs y Warriors siguen espoleando y dando la batalla, respectivamente, gritando con esa alegría carente de aspavientos a la estirpe de Kobe, que menos es más: a Westbrook y Durant (¡qué decepción!) en Oklahoma, revelador estado de los tornados que todo lo arrasan y nada dejan en el recuerdo; a LeBron y otras tantas liebres despectivas de toda tortuga, sedientas de oropeles, perseguidores de sombras y coronas marchitas.