domingo, 1 de marzo de 2015

Vidas Ejemplares


Hace tiempo, leí con asombro en un diario deportivo de considerable tirada —lo cual es, por méritos propios, tema de importancia más que justificada para otro día y otra reflexión—, la equiparación que se hacía de Rafael Nadal y Valentino Rossi como «dos grandes ejemplos para los más jóvenes». La sola lectura de ese titular provocó en mí un automático desacuerdo. La razón de mi divergencia no radicaba en la más que evidente inadecuación entre los dos términos de la comparación, sino —sobre todo— en el olvido en que incurría el columnista al obviar que no cabe proponer como ejemplo «para los más jóvenes» —pero tampoco para los adultos, para los maduros e incluso para aquellos que, por ancianos, se pueden llamar ya sabios— a un hombre cuyo modo de competir es y ha sido casi siempre maquiavélico, que no ha dudado en atropellar las normas del fair-play cuando se trataba de lograr la victoria —que se lo pregunten a Sete Gibernau—, o que defraudó al fisco de su país una millonada sin el más mínimo rubor durante varios años. ¿Es ése el ejemplo que deben tomar «los más jóvenes»? No creo que Valentino Rossi, a pesar de su extraordinario palmarés, merezca un lugar junto a atletas del calibre de Miguel Induráin, Rafael Nadal o Manel Estiarte, como personas que recibieron en su día la distinción con que ese diario ha señalado a algunos de los mejores deportistas contemporáneos.

Al decir esto no estoy llevando a cabo una evaluación moral según la mayor, menor o nula ejemplaridad de las vidas y hechos personales de esos deportistas. No soy juez de nadie. Mi reflexión gira más bien, a partir de este ejemplo, en torno a la creciente proporción de menores que se enfrentan a penas más o menos graves a causa de su desafío habitual de la justicia, y cuyos ejemplos vitales son, a menudo, deportistas idolatrados no tanto por sus hazañas cuanto por la exacerbación mediática que los convierte automáticamente en objetos de culto. Esa idolatría tiene su base en una mentalidad general, más ampliamente extendida de lo que nos atrevemos a reconocer, que ha canonizado como uno de sus valores supremos el triunfo. Casi siempre, en la práctica —y como no podía ser de otro modo—, el triunfo como meta única. La propuesta de Rossi como paradigma, ¿no pone acaso de manifiesto la esquizofrenia de proponer como ejemplares las vidas de ciertos triunfadores que, sin embargo, han mostrado ser repetidas veces personas muy mediocres, o incluso mezquinas? Pienso que la honradez de vida —en su más amplio sentido— y las gestas deportivas, forman una indisoluble unidad, porque el hombre es un ser unitario, y su obrar deriva necesariamente de su concreto modo de ser. Si el listón para ser distinguido con un premio se coloca tan bajo, ¿no estaremos enviando un mensaje equívoco, según el cual el respeto al rival y la justicia están muy por debajo de la importancia del triunfo a cualquier precio?


Todos, y no sólo los jóvenes, necesitamos la presencia y el aliento de vidas ejemplares a nuestro alrededor, en el sentido más amplio de la expresión; de vidas que nos sirvan de pauta, ánimo y estímulo; o, siquiera, como espejos donde contemplar nuestra abulia o mezquindad. Cuánto más los jóvenes, en estos tiempos inciertos en que la bonanza económica sostenida —aun en medio de las cíclicas crisis— y la falta de aprecio por el esfuerzo, han hecho de muchos de ellos eternos adolescentes, incapacitados casi completamente para la hazaña del vivir diario, para la épica de lo cotidiano, para el logro de la plenitud de su humanidad, con un sentido deportivo de la existencia, personal y colectiva.

Urge mostrarles que la ejemplaridad de los héroes de las canchas no es separable de su coherencia como seres humanos. Los deportistas no son mejores que los demás porque participan en tal o cual acto benéfico. No son sólo personas a quienes se exige una solidaridad genérica, inexpresiva, que se actualiza a menudo por medio de una obligatoriedad contractual que nada tiene de generosidad hecha vida. Mientras sigamos mirando con ojos esperanzados a personajes que, a la postre, han sido transformados en pretendidos profetas de una esquizofrenia práctica, deberemos arrostrar una y otra vez el amargo sabor del fracaso, la triste evidencia del profundo desencanto que hará presa en nosotros cada vez que se destapen las carencias de este o aquel ídolo, otro héroe caído del panteón de los seres humanos idolatrados, auténtica estirpe de Ícaro. Las vidas ejemplares lo son y lo serán siempre en tanto que testigos vivos de una excelencia deseable y, lo que es más importante, posible. La vida, como el deporte, es palestra donde aquilatar esa excelencia que no clama tanto por su minuto de gloria a bombo y platillo, cuanto por la continuidad en el esfuerzo. Esa tozuda perseverancia convierte en plenamente lograda una existencia que cristaliza en el anonimato de la cotidianeidad. Demos a nuestros jóvenes esa oportunidad, y llenémoslos así de esperanza.