domingo, 22 de marzo de 2015

Bibliografía para ateos honrados



Biblia, beginning to end, alfa & omega, Genesis to the Book of Revelation
Catecismo de la Iglesia Católica
F. J. Sheed, Teología y sensatez, Herder, Barcelona 1984
C. S. Lewis, Cautivado por la Alegría, Encuentro
—, Dios en el banquillo, Rialp
—, Mero cristianismo, Rialp
—, Una pena en observación, Anagrama
—, Cartas del diablo a su sobrino, Rialp
—, El gran divorcio, Rialp
—, El problema del dolor, Rialp
—, Los cuatro amores, Rialp
—, Si Dios no escuchase, Rialp
Gilbert K. Chesterton, Ortodoxia, Acantilado
—, Autobiografía, Acantilado
Viktor Frankl, El hombre en busca de sentido
Fabrice Hadjadj, La fe de los demonios (o el ateísmo superado), Nuevo Inicio
Juan Pablo II, Fides et ratio
Benedicto XVI, Deus Caritas Est
Romano Guardini, Las etapas de la vida, Palabra
San Agustín, Confesiones
Scott & Kimberley Hahn, Rome, Sweet Home
Hans Urs von Balthasar, Si no os hacéis como este niño. Ed. San Juan
—. Gloria. 7 vols. Encuentro
—. Teodramática, 2 vols. Encuentro
—. Teológica. 2 vols. Encuentro
—. El corazón del mundo. Encuentro
—. El todo en el fragmento. Encuentro
—. Escatología en nuestro tiempo. Encuentro
—. La oración contemplativa. Encuentro
—. Examinadlo todo y quedaos con lo bueno. Encuentro
—. María, Iglesia naciente. Encuentro
—. Vía crucis. Encuentro
—. Teología de los tres días. Encuentro
—. La verdad es sinfónica.. Encuentro
—. Abatid los bastiones, EDICEP
—. Sólo el amor es digno de fe.
—. Quién es cristiano.
—. Meditaciones sobre el credo apostólico.
— (2007). Examinadlo todo y quedaos con lo bueno: entrevista de Angelo Scola. Encuentro
Jean Dumont, La Iglesia ante el reto de la historia, Encuentro
José Ramón Ayllón, Dios y los náufragos, Belacqua, Barcelona, 2004.
Dorothy Day, La larga soledad, Sal terrae, Santander, 2000.
André Frossard, ¿Hay otro mundo?, Rialp, Madrid, 1981.
—, Dios en preguntas, Atlántida, Buenos Aires, 1998.
—, Dios existe, yo me lo encontré, Rialp, Madrid, 2001.
, No tengáis miedo, Plaza Janes, Barcelona, 1982.
Manuel García Morente, El hecho extraordinario, Rialp, Madrid, 2002.
Hyde Douglas, Yo creí, Luis de Caralt, Barcelona, 1952.
Janne Haaland Matlary, El amor escondido, Belacqua, Barcelona 2002.
Sergei Kourdakov, El esbirro, Palabra
Lamping Sevein, Hombres que vuelven a la Iglesia, Epesa
F. Lelotte, Convertidos del siglo XX, Studium
—, La antorcha encendida, Studium
—, La ciudad sobre el monte, Studium
J. M. Lustiger,  La elección de Dios, Planeta
Jacques Maritain, Cuaderno de notas, Desclee de Brouwer
Vittorio Messori, Algunas razones para creer, Planeta
---, Ipotesi su Gesù, Internazionale, Torino
---, Leyendas negras de la Iglesia, Planeta
Leonardo Mondadori, Conversione, Mondadori
Muller de Hauser, La llamada de Dios, Herder
Nedoncelle y R. Girault, Testimonios de la fe, Rialp
O’Brien, Los prodigios de la Gracia, Studium
J.M. Osterreicher, Siete filósofos judíos encuentran a Cristo, Aguilar
Giovanni Papini, Un uomo finito, Vallechi
Carlos Pujol, Siete escritores conversos, Palabra
Giovanni Rossi,  Hombres que encontraron a Cristo, Studium
Kenneth Simon, The glory of the people, McMillan, New York.
Raphael Simon, The Road to Damascus, O’Brien, New York, 1949.
Edith Stein, Autobiografía (estrellas amarillas), Espiritualidad
Pieter Van der Meer, Nostalgia de Dios, Carlos Lohlé, Buenos Aires, 1955.
Marysia Szumlakowska, Amaneció de noche. Despedida de Narciso Yepes, Edibesa
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Conversos “célebres”; ya me entendéis:
(Muchos de ellos dejaron escritas sus memorias o autobiografías, en las que narran el antes y el después de su conversión. Recomiendo especialmente la de Sir Alec Guinness, Memorias, Espasa)

Beckwith, Norma McCorvey, Nidal Ranatunga, Pier Giorgio Tondelli, Jerónimo Lejeune (Nobel), Eugenio Zolli (gran rabino que fue de la sinagoga de Roma), Jean Maria Lustiger, Bernard Nathanson, Charles Peguy, Paul Claudel, Raissa Maritain, Gabriel Marcel, Max Jacob, Leon Bloy, Charles du Bos, Jean Cocteau, Huysmans, Julián Green, Alexis Carrel (Nobel), Pierre Lecomte, Carlos de Foucault, Louis Bouyer, André Frossard, Charles Dawson, G. K. Chesterton, C. S. Lewis, Robert Hugh Benson, Ronald Knox, Graham Green, Muriel Spark, Gerard Manley Hopkins, Edith Sitwell, Frederic Copleston, Thomas S. Eliot, Eric Peterson, Heinrich Schlier, Edith Stein, Von Hildebrand, el matrimonio Reinach, Gertrud von Le Font, Alfred Doblin, Ernst Jünger, Peter Seewald, Juan Donoso Cortés, Manuel García Morente, Carmen Laforet, Ernestina de Champourcin, Ramiro de Maeztu, Vittorio Messori, Leonardo Mondadori, Alessandra Borghese, Susanna Tamaro, Domenico del Rio, Laura Keynes, Leah Libresco, Magdi Allam, Pier Vittorio Tondelli, Joshua Horn, Jennifer Fulwiler, Svetlana Stalin (hija de Stalin), Gerard Depardieu, William Levy, John Wayne, Gary Cooper, Oscar Wilde, Evelyn Waugh, Graham Greene, Martin Sheen, Gregory Peck.

domingo, 8 de marzo de 2015

Preguntas sobre la Belleza

He encontrado estas preguntas que alguien me debió hacer para una entrevista que he olvidado.
¿La belleza es un valor subjetivo, relativo al gusto?
La influencia de las categorías estéticas kantianas, junto a la evolución de las artes visuales tras la Primera Guerra Mundial y las vanguardias, nos han llevado a dar por sentado que la belleza es lo mismo que el gusto personal. Por tanto, una categoría subjetiva y cambiante, dependiente de las modas. La recuperación de la belleza como trascendental del ser en el que se da una ‘circumincessio’ —una comunicación ininterrumpida con el resto de los trascendentales (bien, unidad, verdad)— puede ser la senda hacia un descubrimiento de la realidad como don, como regalo. En ese sentido toda realidad deja traslucir la luz de la forma en la que resplandece el carácter creatural del mundo.
¿Puede un dibujo de un niño de cuatro años sobre su familia ser más bello que una obra de Caravaggio?
Esta pregunta se refiere al sentido analógico del concepto de “lo bello”. La belleza del dibujo del niño está vinculada a la mirada prístina e inocente –sabia- sobre el complejo mundo de sus afectos, emociones, sentimientos, etc. Es referencial respecto del amor que el niño recibe, o su ausencia; y su reciprocidad.
La belleza del cuadro de Caravaggio está vinculada a una perfección en la realización (a la imprescindible tekné), a la composición, el orden y la simetría internas, al tema y la conciliación perfecta entre fondo y forma.
La belleza es, como categoría ontológica, ‘analogia entis’: permite una gradación relativa, relacional, entre un más y un menos según el punto de referencia. El dibujo del niño y la obra del maestro son comparables como respuestas al don del ser, pero inconmensurables entre sí desde la perspectiva “artística”.
Al ser animales culturales nuestro lenguaje es simbólico. Por lo tanto ¿no existe la belleza natural fuera del rango humano?
La pregunta es equívoca. Nuestra respuesta a lo simbólico no depende sólo de nuestro carácter social, cultural: es previo porque es respuesta al Otro original. La percepción de la belleza natural es inaccesible fuera del ámbito de lo humano, aunque pueda haber respuestas en los animales superiores a ciertas formas de simetría o proporción, o de belleza sensible, en niveles muy rudimentarios. Parte de las consecuencias de la Caída, como explican algunos Padres de la Iglesia o C. S. Lewis, se manifiestan en este desorden en la percepción de lo bello no sólo en los animales, sino entre los seres humanos animalizados.
¿Cómo saber si algo feo es más hermoso aun que lo establecido como bello?
Volvemos a las categorías kantianas de lo bello como subjetividad. Lo feo puede serlo en diversos niveles que, en función del modo en que trasluzcan el esplendor del ser, podrán ser considerados “feos” o “hermosos”. La Cruz es la cumbre de esa paradoja en la que el “desecho de los hombres” al que se refiere Isaías se manifiesta como el más bello de los hijos de los hombres.
¿La belleza es accesible a los insensibles de corazón?
Siempre, toda vez que el don que Dios da no es retirado nunca, y en todo momento es redimible. La gracia es entregada para siempre y, aunque puede quedar oscurecida, permanece la fidelidad de Dios a la palabra dada, a la sanación de la naturaleza y, con ella, de las potencialidades para redescubrir y agradecer, para contemplar, para el silencio y las formas de humillación ante la potencia creadora de Dios y los hombres.
¿Qué respondería a la pregunta que Ippolit le dirige al príncipe Myshkin? (“El idiota”, F.M. Dostoyevsky)
 -¿Qué belleza es ésa que va a salvar al mundo?
¿Está de acuerdo con esa pregunta? Si es así, ¿por qué?
Me remito a la Carta a los artistas, de san Juan Pablo II, nº 19: el mundo será redimido por la Belleza, o no será. Hemos hecho tanto hincapié en el bien, en la verdad, que hemos dejado de lado –también en la iglesia católica, tristemente- la potencia de la belleza (no sólo artística) para llamar al hombre contemporáneo a una nueva contemplación del Don en el que “vivimos, nos movemos y existimos” (Hechos 17, 28).
En tanto en cuanto la Verdad no es una moral –aunque la implique y explicite-, no podemos seguir insistiendo en que el seguimiento de Jesús se ciñe a la práctica de unos preceptos. Por el contrario, es un modo de ser que se trasluce en una manera de mirar y estar en el mundo como criaturas libres que agradecen como niños que están ‘omni tempore, ludens [Deus] in orbe terrarum’ con nosotros. Tal es la fuente de la paz y la esperanza. De no ser así, el mundo no será, porque ha sido redimido ya en la belleza de la Cruz pero aguarda la acogida que depende de cada libertad personal. Y la libertad que es accionada por el amor abraza lo bello antes que un código moral, por pertinente y humano que éste sea.


domingo, 1 de marzo de 2015

Tolkien y el Arte de la Palabra


Tolkien pasa por ser un autor bien conocido. Quizá su indudable popularidad le ha valido, no sé bien a cuenta de qué tipo de sentido (poco) común, la etiqueta de “vulgar”, como en una inecuación en la que lo que gusta a muchos —el vulgo— no puede obtener el refrendo de quienes se han arrogado el derecho a decidir lo que es y lo que no es Arte. No hay inecuación más inverosímil que ésta, y empleo el término “inverosímil” en su sentido más radical: lo que a menudo está tan lejos de la verdad que no resulta creíble. La vulgaridad se situaría, según esa (i)lógica, en el extremo opuesto de una exquisitez  tan esnob, que resultaría asequible tan sólo a un exclusivo (y excluyente) grupo de estetas o iniciados, celosos custodios del grial, estrambóticos protagonistas de una novelucha al estilo de las que se gasta Dan Brown, pero que en realidad no llegarían a la finura y agudeza de aquellos personajes del cuento que recopilaron los hermanos Grimm, y que narraba las desventuras de un emperador vanidoso cuya desnudez sólo fue capaz de revelar —o des-velar— un niño.


Quizá por todo esto, porque Tolkien no es un autor tan bien conocido como mucha gente piensa —admiradores lo mismo que detractores—, y porque siendo un artista mayúsculo merece una mirada serena, nunca está de más contemplar con asombro renovado la obra literaria del inventor de la Tierra Media y los idiomas élficos, de Bilbo Bolsón y Roverandom, de Niggle y el herrero que vivía en Wooton Major, pero que tenía su ser entero en Fantasía, y por eso era capaz de ver la realidad en toda su plenitud. ¿Alguna razón más? Una muy sencilla: porque su obra y sus ideas sobre el arte literario son una joya de perfiles delicados y polifacética hermosura, y nadie en su sano juicio se cansa de contemplar la belleza. Como sucede con cualquier clásico, Tolkien merece la ponderada atención que requiere la contemplación estética. De ese silencio surge una suerte de perpleja admiración que demanda indagar con humildad en los porqués de la obra de arte y de las razones del artista. Saber más ayuda al lícito entender mejor.

Pensar a Tolkien puede hacer más accesibles a quienes han paseado por los jardines de su imaginario, y también a quienes sólo conocen la versión cinematográfica de Peter Jackson —e incluso a los que no conocen nada de él—, la vinculación del autor con la tradición narrativa occidental, y los elementos renovadores presentes en su poética. Desde diversos ángulos, y en una perspectiva filosófica, literaria e histórico-comparatista, se puede de saber más para entender más plenamente y, así, poder dar razón —o, al menos, razones—  de esa elusiva categoría que es el gusto estético.

¿Cuáles son esas ideas que hacen de Tolkien un renovador de la tradición? A riesgo de resultar en exceso esquemático, señalaré lo que considero el núcleo de su ars poética. En su poema Mitopoeia, “el arte de hacer historias”, Tolkien emplea la metáfora de la «luz irisada» para referirse al modo en que los mitos, los cuentos, las buenas historias, nos ofrecen un atisbo de la verdad de modo análogo a ese fenómeno físico por el que un haz de luz se divide al atravesar un medio de diferente densidad —por ejemplo un prisma, o un fluido—, refractándose en múltiples colores. Esos colores constituyen, sin embargo, un blanco único capaz de ir «de mente en mente» gracias al arte del escritor y a la potencia sapiencial, epistemológica que, de modo paradójico, muestra y oculta al unísono la verdad. Porque la verdad es, en definitiva, esencialmente gracia, don, misterio, y el artista que realmente merece tan elevado título deviene, a la postre, mediador entre el ser humano y la Belleza.

Algunas de las claves que, a mi juicio, dan razón de la profunda novedad literaria que encierra la obra de Tolkien, y de su extraordinaria aceptación entre tantos lectores de todo el mundo, laten bajo el humus de la inspiración lingüística que alumbró su universo mitológico. Por otro lado, las constantes estéticas peculiares de su invención literaria —es decir, la presencia de una personal y sugerente metafísica del Arte y la Belleza—, no son explicables solamente a partir del indudable atractivo temático y argumental de las historias singulares. Quizá el núcleo de su poética lo constituya el modo en que el lenguaje y la metáfora alumbran progresivamente un universo posible, de manera análoga al modo en que, como escribe san Juan, el mundo ha sido creado en y por el Lógos divino, el Verbo eterno del Padre. El inventor de mundos se revela imagen quintaesenciada de Dios, un subcreador que, haciendo pie en la potencialidad semántica de los idiomas inventados como vehículos de verosimilitud, los emplea como causa instrumental para provocar «creencia secundaria». La palabra verdadera es hecha merecedora de credibilidad, de fe poética. En ella refulge de alguna manera el esplendor de una forma que es su referente, que le otorga su sentido pleno, último, en sí y para cada uno.


Por esta senda de la belleza y la elaboración lingüística, dice Tolkien, la palabra se transforma en medio privilegiado para “inventar”. Mas al inventar el escritor no hace sino encontrar otros modos de decir la realidad y el ser: se revela un mago cuya varita mágica es el adjetivo, su reino el mundo entero y, en él, todos los mundos. El subcreador es erigido un notario que levanta acta de este hecho extraordinario: que al haber sido regalados con el don del lenguaje, podemos llamar a la existencia otros universos imaginados a nuestra imagen y semejanza, puesto que también nosotros somos imagen y semejanza de un Creador. «Seréis como dioses» quiere decir aquí, en el otro extremo de la Trampa falaz, aceptar la invitación para convertirse en servidores de la palabra, del sentido, de la riqueza de significado que nos revela el Amor. La palabra que es pronunciada como eco del sí primigenio, se transforma en cada acto artístico en afirmación categórica de que había en nosotros más tela de la que fue necesaria para cortar el traje de nuestro destino. Por eso decía Chesterton que cada escritor revela a través de su imaginación el reino por el que le gustaría vagar, y del que valdría la pena enseñorearse.

Como estirpe de Dios hemos sido adornados con este don: el de poder continuar el canto de la Creación, embelleciendo este mundo en y desde la elaboración de los mundos posibles que contiene el Verbo eterno, el sí del Hijo al Padre, y que forman parte de la Música inicial. Por esa razón cuando leemos tantos relatos bellos, tantos cuentos verdaderos, quedamos literalmente “encantados”, incorporados al canto arcano que no cesa de adquirir nuevas cadencias. La sinfonía aún resuena y se desarrolla en matices infinitos, y la clave en que fue compuesta se llama esperanza.

Vidas Ejemplares


Hace tiempo, leí con asombro en un diario deportivo de considerable tirada —lo cual es, por méritos propios, tema de importancia más que justificada para otro día y otra reflexión—, la equiparación que se hacía de Rafael Nadal y Valentino Rossi como «dos grandes ejemplos para los más jóvenes». La sola lectura de ese titular provocó en mí un automático desacuerdo. La razón de mi divergencia no radicaba en la más que evidente inadecuación entre los dos términos de la comparación, sino —sobre todo— en el olvido en que incurría el columnista al obviar que no cabe proponer como ejemplo «para los más jóvenes» —pero tampoco para los adultos, para los maduros e incluso para aquellos que, por ancianos, se pueden llamar ya sabios— a un hombre cuyo modo de competir es y ha sido casi siempre maquiavélico, que no ha dudado en atropellar las normas del fair-play cuando se trataba de lograr la victoria —que se lo pregunten a Sete Gibernau—, o que defraudó al fisco de su país una millonada sin el más mínimo rubor durante varios años. ¿Es ése el ejemplo que deben tomar «los más jóvenes»? No creo que Valentino Rossi, a pesar de su extraordinario palmarés, merezca un lugar junto a atletas del calibre de Miguel Induráin, Rafael Nadal o Manel Estiarte, como personas que recibieron en su día la distinción con que ese diario ha señalado a algunos de los mejores deportistas contemporáneos.

Al decir esto no estoy llevando a cabo una evaluación moral según la mayor, menor o nula ejemplaridad de las vidas y hechos personales de esos deportistas. No soy juez de nadie. Mi reflexión gira más bien, a partir de este ejemplo, en torno a la creciente proporción de menores que se enfrentan a penas más o menos graves a causa de su desafío habitual de la justicia, y cuyos ejemplos vitales son, a menudo, deportistas idolatrados no tanto por sus hazañas cuanto por la exacerbación mediática que los convierte automáticamente en objetos de culto. Esa idolatría tiene su base en una mentalidad general, más ampliamente extendida de lo que nos atrevemos a reconocer, que ha canonizado como uno de sus valores supremos el triunfo. Casi siempre, en la práctica —y como no podía ser de otro modo—, el triunfo como meta única. La propuesta de Rossi como paradigma, ¿no pone acaso de manifiesto la esquizofrenia de proponer como ejemplares las vidas de ciertos triunfadores que, sin embargo, han mostrado ser repetidas veces personas muy mediocres, o incluso mezquinas? Pienso que la honradez de vida —en su más amplio sentido— y las gestas deportivas, forman una indisoluble unidad, porque el hombre es un ser unitario, y su obrar deriva necesariamente de su concreto modo de ser. Si el listón para ser distinguido con un premio se coloca tan bajo, ¿no estaremos enviando un mensaje equívoco, según el cual el respeto al rival y la justicia están muy por debajo de la importancia del triunfo a cualquier precio?


Todos, y no sólo los jóvenes, necesitamos la presencia y el aliento de vidas ejemplares a nuestro alrededor, en el sentido más amplio de la expresión; de vidas que nos sirvan de pauta, ánimo y estímulo; o, siquiera, como espejos donde contemplar nuestra abulia o mezquindad. Cuánto más los jóvenes, en estos tiempos inciertos en que la bonanza económica sostenida —aun en medio de las cíclicas crisis— y la falta de aprecio por el esfuerzo, han hecho de muchos de ellos eternos adolescentes, incapacitados casi completamente para la hazaña del vivir diario, para la épica de lo cotidiano, para el logro de la plenitud de su humanidad, con un sentido deportivo de la existencia, personal y colectiva.

Urge mostrarles que la ejemplaridad de los héroes de las canchas no es separable de su coherencia como seres humanos. Los deportistas no son mejores que los demás porque participan en tal o cual acto benéfico. No son sólo personas a quienes se exige una solidaridad genérica, inexpresiva, que se actualiza a menudo por medio de una obligatoriedad contractual que nada tiene de generosidad hecha vida. Mientras sigamos mirando con ojos esperanzados a personajes que, a la postre, han sido transformados en pretendidos profetas de una esquizofrenia práctica, deberemos arrostrar una y otra vez el amargo sabor del fracaso, la triste evidencia del profundo desencanto que hará presa en nosotros cada vez que se destapen las carencias de este o aquel ídolo, otro héroe caído del panteón de los seres humanos idolatrados, auténtica estirpe de Ícaro. Las vidas ejemplares lo son y lo serán siempre en tanto que testigos vivos de una excelencia deseable y, lo que es más importante, posible. La vida, como el deporte, es palestra donde aquilatar esa excelencia que no clama tanto por su minuto de gloria a bombo y platillo, cuanto por la continuidad en el esfuerzo. Esa tozuda perseverancia convierte en plenamente lograda una existencia que cristaliza en el anonimato de la cotidianeidad. Demos a nuestros jóvenes esa oportunidad, y llenémoslos así de esperanza.