sábado, 28 de febrero de 2015

En la muerte de Michael Jackson: Idolatría vs. Mitología

Dicen que ha muerto el rey del pop. Quizá debiéramos más bien pensar que quien ha muerto era, sencillamente, un hombre. Y seguramente eso, para el propio Michael Jackson, era suficiente tragedia. Su tránsito es una ocasión para remansar, en medio del caos mediático, esta triste realidad: por qué y de qué siniestro modo hemos perdido en Occidente la capacidad para contemplar en silencio reverente lo que significa la muerte de un ser humano. Viéndonos actuar se diría que le hemos perdido el respeto a la muerte; que ya no nos parece algo sagrado eso de que alguien que estaba entre nosotros haya sido llamado desde el arcano de Dios. Quizá no sabemos qué hacer con la muerte porque ya no sabemos qué hacer con la vida, con el tiempo que nos ha sido dado. La muerte vale, para una civilización, lo que pesa el oro que es cada momento, pues sólo quienes viven el tiempo como un don se sienten impelidos a emplearlo con serena responsabilidad. Pues, al cabo, el peso de la vida se mide en la balanza de la eternidad.


Ha muerto Michael Jackson y se multiplican los rumores, las noticias, los negocios necrófagos que intentan sacar tajada de su figura, como una perversa orgía cuya hora final sonará sólo por simple desgaste, por mera coyuntura informativa. Para algunos ha tañido la campana blasfema que anima a exprimir hasta el final la gallina de los huevos de oro, aquel ídolo de masas que, en gran parte, ha muerto víctima de sí mismo. Michael Jackson se transformó paulatinamente en un leviatán que, paradójica y tristemente, exigió un último sacrificio en el ara infame de la fama. Pero, llegada la hora del holocausto, se halló que la víctima no era ya propiciatoria, sino simplemente una macabra caricatura de sí mismo, deforme bufón para mofa del “dios entretenimiento” ante quien se postra el que llamamos, con estúpido orgullo, Primer Mundo. El leviatán ha concluido la lenta e inexorable transformación. El mito ha devenido ídolo, y el ídolo de barro se ha estrellado en el suelo, quebrándose en miles de añicos, de añicos irrecuperables, como un mosaico irisado de lágrimas.

La muerte de Michael Jackson es un recordatorio. Nos pone de nuevo ante los ojos que el hombre no está hecho para ser adorado, quizá aunque sólo sea porque, tan antiguo como el engaño del padre de la mentira, cada vez que un “ídolo” muere resuena aquel mendaz «seréis como dioses» que recoge el libro del Génesis. Pero he aquí la falacia en la que vivimos atrapados: aunque seamos estirpe de Dios, no podemos ser como dioses sino a través del reconocimiento del don y la acogida del misterio. Michael Jackson engendró, quizá sin quererlo, un monstruo que tenía su misma apariencia, pero que, hace más de quince años, ya no era él. Puede que en el silencio de su enorme mansión —¿cómo puede un hombre habitar realmente, a la medida humana, una casa de tal tamaño?— la pregunta que martillease su conciencia tuviese más que ver con la tragedia íntima de su identidad personal (¿quién soy?), ésa que susurra levemente acerca del sentido de la vida, que con cifras récord de ventas, de conciertos, de seguidores, de reinados efímeros. Michael Jackson ha muerto porque en el mismo momento en que fue transformado en ídolo, fue escogido como víctima. Sin embargo él era un mito: es decir, su persona nos recordaba que hay algo en nosotros que señala a una verdad que nos trasciende, que desea creer, que anhela una eternidad y, ya en esta vida, Alguien —no algo— a quien entregarse de un modo no provisional, sino permanente: de una vez para siempre.

Michael Jackson ha muerto. Cada vez que alguien muere suena la campana del silencio, la que repica en la hora del silencio, de la plegaria por la recuperación del sentido sagrado de la vida, del valor teleológico de cada persona, fin en sí misma y valor infinito. Descanse en la paz y la misericordia de Dios.

viernes, 27 de febrero de 2015

Cuentos de Hadas y Des-encantos de Sabios


En una entrevista concedida al diario The Guardian en 2011, el célebre astrofísico Stephen Hawking negaba rotundamente la existencia de toda sombra de Más Allá, Cielo o destino ultraterreno. Para ello empleaba la descalificación que para él incluye el atributo “cuento de hadas”. En otras palabras, el Cielo es lo que el lenguaje cotidiano ha canonizado como uno de los significados de mito: una mentira, simple superchería.

Nuestra época es heredera directa de un modo de mirar el mundo con ojos chatos. La miopía consiste en dar por sentado que lo cotidiano es un “hecho” y, por tanto, algo incontestable: el “hecho” está ahí, y de su evidencia no se puede dudar mientras tengamos la garantía que nos proporciona un conocimiento cimentado en los métodos de la ciencia empírica. Existe un racionalismo radical que toma por rasero de lo “real” la categorización que procede de las ciencias experimentales. Y así, la convicción de que lo que no podemos percibir por nuestros sentidos carece de entidad y, más allá, es “mera fantasía”, se ha aposentado firme y engreídamente en el inconsciente colectivo. “No me cuentes cuentos” (chinos o no), o “la existencia de los ángeles es un mito” (es decir, una burda mentira), son muestras de un anatema —pues todo dogmatismo tiene su inquisición— que tilda de supersticioso al que cree que exista un plus, un más allá de lo que está (o parece estar) más acá.




El hecho de que una persona del calibre intelectual de Hawking —catedrático de Física y Matemáticas Aplicadas en Cambridge, y titular de un largo elenco de distinciones— crea firmemente (pues así creen los incrédulos ortodoxos: con fe inquebrantable) que el Cielo es una mentira, revela la pérdida progresiva de la inocencia y el asombro como puntos de arranque no ya de todo filosofar, sino del acto mismo de mirar el mundo. Asomarse a la realidad desde el acostumbramiento pervierte lo cotidiano en rutinario y, así, lo milagroso queda reducido a un dato que se da por supuesto: a algo que ya está garantizado. Sin embargo, el “hecho” de que el sol salga mañana —prescindiendo de la formulación exacta que requeriría la explicación “científica” de ese fenómeno—, no es algo que esté garantizado por nada ni por nadie. Se trata de un “hecho” acerca del cual la simple repetición no levanta acta: no es capaz de certificarlo —de confirmarlo como cierto—. El milagro, sencilla y llanamente, no es que salga el sol, sino que haya sol; y que un ser ínfimo en un minúsculo planeta lo pueda contemplar. Pero si todo milagro es un don, un regalo en el que podemos percibir que todo lo que es —más incluso: que el mero hecho de que haya ser, y no la nada— es fruto de un exceso, y que por eso mismo es inmerecido, lo lógico sería imitar al Principito y contemplar la puesta de sol cuarenta veces cada atardecer. De este modo se dan las gracias en la lógica del exceso; pues toda belleza ha sido entregada para ser disfrutada.

Al afirmar que el Cielo es un cuento de hadas, Hawking quería decir, imagino, que se trata de una mentira, de palabras bonitas (y vacuas) para expresar un miedo a la aniquilación, a lo desconocido, a la Oscuridad definitiva. Sin embargo, lo que Hawking llama “cuento” (con hadas o sin ellas), no es sino la huella del modo en que el ser humano se ha acercado a la esencia de la verdad desde el arcano de los tiempos. Porque todo buen cuento re-lata, es decir, vuelve a hacer presente un sentido de maravilla, de atávico asombro, que testifica que todo es don; que existe una verdad más allá de nuestro entendimiento, por avanzado, exacto y “científico” que éste pueda llegar a ser. El Cielo es verdad precisamente porque es el Mito por excelencia.

En ese sentido, entonces, lo que llamamos sobrenatural sería lo más natural del mundo: Dios, el cielo, los ángeles (y hasta las hadas) no son sino las formas en que el misterio y el exceso del don nos han sido entregadas. El lenguaje hermoso y los mitos son esa gramática mítica —en expresión de Tolkien— con la que contar, o más exactamente, dar cuenta de lo primigenio. Y lo primigenio es que, por más que nos pese, no somos autosuficientes, y nuestra razón no puede soportar el peso de tanta verdad como la que contiene un relato apasionante. Hemos cometido un error lógico: perder el sentido común de mirar el mundo con los ojos de los primeros habitantes de esta tierra, y hemos aspirado a poseerlo encerrándolo en nuestras pobres y pequeñas cabecitas, como si el milagro pudiese prescindir de la colaboración voluntaria de cada uno: de eso que llamamos fe, y que no es sino la permanencia de la infinita sabiduría del niño que todos fuimos; que también Stephen Hawking fue.



Para alguien acostumbrado a mirar las estrellas, quizá, la contemplación del cosmos como don milagroso podría ser un primer paso hacia una suerte de voluntaria suspensión de la incredulidad. Más allá, sólo el don abrazado libremente es capaz de transformar la mirada en el asombro del niño, el único realmente Sabio: porque el niño es capaz de quedar, una y otra vez, en-cantado, incorporado al canto eterno que resuena como el eco de una risa atronadora y alegre. ¿Cuentos de hadas? Por supuesto que sí: relatos acerca de una certeza prestada, que nos reincorporan a la Música arcana que no cesa de adquirir nuevas cadencias. La sinfonía aún resuena y se desarrolla en matices infinitos, y la clave en que fue compuesta se llama esperanza.