martes, 27 de enero de 2015

La lógica de la esperanza



El 28 de abril de 2012 apadriné a una de las últimas promociones de Filología Inglesa, en la Universidad de Granada. Me pareció que hablar de esperanza era algo más que adecuado en estos tiempos oscuros en los que, sin embargo, una luz tenue resiste y alumbra aun cuando parezca que todas las demás se han extinguido... Lo transcribo tal cual fue pronunciado.
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Ilustrísimo Sr. Decano, Señor director del Departamento de Filologías Inglesa y Alemana, querida madrina de la promoción, familiares y amigos, queridos alumnos:

Las circunstancias, siempre misteriosas, que se desvelan a nuestra mirada como en contraluz, trajeron a mi vida este año la inesperada y del todo inmerecida fortuna de convertirme en profesor de algunos de los que hoy estáis aquí. Lo considero, como todo lo que ha sucedido en mi vida —también aquello para lo que no encuentro explicación—, un don en sentido radical: el resultado de un exceso que nos es entregado para que lo custodiemos como mejor sepamos, para que seamos agradecidos por lo que nos es dado de continuo.


Por esa razón, entre otras, querría hoy que estas palabras llevasen a cada uno de los presentes —si fuese yo capaz de dar forma a tan audaz propósito— esperanza. Y si por rara fortuna nos fuese concedido ese presente, querría que el eco de estas frases —de la intención con que han sido escritas, al menos— resonase durante mucho tiempo en el hondón de vuestra memoria. Tal sería hoy mi “elevado argumento”, por emplear las palabras de Wordsworth, palabras con las que estáis familiarizados después de este tiempo de singladura por los sonidos y el terreno infinito de las metáforas del idioma Inglés y su literatura.

Ars longa, vita brevis, dejó escrito Hipócrates para la eternidad. Todo lo que emprendemos, si de verdad vale la pena, requiere la constancia, la dedicación y el esfuerzo que transformen la promesa incoada de un deseo, en un hecho, en algo permanente o, al menos, en el atisbo de una realidad convertida en aspiración, en motor, en anhelo.

Hace al menos cinco años que todos vosotros comenzasteis a recorrer, imagino que con ilusión, este sendero, el camino que os ha traído hoy aquí. Dentro de pocas semanas, estos muros que han sido testigos mudos de vuestro esfuerzo se transformarán en una fortaleza de ecos desvanecidos, en un lugar que custodiaréis en vuestra memoria, el sagrario donde guardamos lo bueno y lo malo, la alegría lo mismo que las lágrimas.

Os marcharéis de aquí cerrando una de esas etapas de la vida que marcan un antes y un después. Ante vuestros pies se desplegarán posibilidades a medio camino entre lo que queréis hacer y lo que podréis llegar a conseguir. Y es justamente en esta distinción donde me quiero detener: la diferencia entre la fuerza impulsora del afán y el deseo, por una parte; y el resultado, el saldo, la cuenta final, por otra. Nadie os podrá ofrecer nunca una foto fija de esta dimensión de vuestra vida, puesto que sólo in the making podréis alcanzar la sabiduría que requiere contemplar lo vivido y colocar cada hecho en su adecuada y justa perspectiva.

Por eso, no me resisto a emplear aquí la canción del camino que un autor a quien sabéis dedico lo mejor de mi esfuerzo, John Ronald Tolkien, pone en boca de uno de sus personajes más memorables. Son palabras que esconden un más que evidente sentido existencialista, pero del tipo “meliorista” que ha sido objeto de nuestro estudio en los últimos meses:

The Road goes ever on and on
Down from the door where it began.
Now far ahead the Road has gone,
And I must follow, if I can,
Pursuing it with eager feet,
Until it joins some larger way
Where many paths and errands meet.
And whither then? I cannot say.

El camino sigue y sigue
desde la puerta.
El camino ha ido muy lejos,
y, si me es posible, he de seguirlo
recorriéndolo con pie decidido,
hasta llegar a un camino más ancho
donde confluyen senderos y cursos.
Y de ahí, ¿adónde iré? No podría decirlo.

«No podría decirlo». Ninguno de nosotros sería capaz de hacerlo. Porque la vida no está hecha de logros. El logro, la compleción del deseo, es algo que sólo llega, en sentido pleno, con el tiempo, al final de una vida cumplida, quizá. Lo que ahora precisáis es un sueño. Lo irrenunciable es que encaréis esta nueva etapa de la vida con ánimo, esforzadamente, y que no prestéis oídos a los agoreros (una especie cuya testaruda vitalidad habría sorprendido al mismísimo Darwin), a la raza de los cínicos, a los “realistas” que piensan que todo está ya escrito, y que tan sólo queda rendirse a la “fuerza de los hechos”. En palabras de Whitman,

¡Oh, mi yo! ¡Oh, vida!, de sus preguntas que vuelven,
Del desfile interminable de los desleales, de las
ciudades llenas de necios,
De mí mismo, que me reprocho siempre (pues,
¿quién es más necio que yo, ni más desleal?),
De los ojos que en vano ansían la luz, de los objetos
despreciables, de la lucha siempre renovada,
De los malos resultados de todo, de las multitudes
afanosas y sórdidas que me rodean,
De los años vacíos e inútiles de los demás, yo
entrelazado con los demás,
La pregunta, ¡oh, mi yo!, la pregunta triste que
vuelve —¿qué de bueno hay en medio de estas
cosas, oh, mi yo, oh, vida?—

Respuesta

Que estás aquí —que existen la vida y la identidad,
Que prosigue el poderoso drama, y que tú puedes
contribuir con un verso.


Queridos amigos, la esperanza es lo mejor de todo, nunca lo olvidéis. Cada uno de vosotros, todos nosotros, poseemos el don de hacer posible lo que tracemos como plan de una vida, como ansia de una plenitud. En los pasos que conformarán vuestra existencia de ahora en adelante, habréis de apostar. Es posible, incluso, que os veáis abocados más de una vez a lanzaros al vacío —o a algo que se os antojará un abismo, y que quizá lo sea— para seguir adelante. Que nada de eso os detenga. La justificación de vuestra vida no depende del éxito, de lo que los demás consideren que es el éxito; y ni siquiera de lo que vosotros mismos consideréis que lo es. Una vida cumplida no es un brillante currículum. A menudo los currículos brillantes esconden mentes mezquinas, y la sabiduría no siempre va de la mano de la sensatez, de la humildad, de la necesidad de saber quiénes somos exactamente, de descubrir nuestro propio rostro en el espejo del sentido común.

Dejaos aconsejar, pero tomad vuestras decisiones. Sed prudentes, pero sed audaces. Mirad lejos, pero tomad en cuenta el hoy, el ahora. Soñad despiertos, pero con los pies en el suelo y la cabeza en el cielo. Per aspera ad astra: a través de las cosas duras de la vida, aspirad a la gloria o, al menos, a la felicidad que sólo se halla en el servicio a los demás —en especial si escogéis la enseñanza como camino de vuestra realización—.

Esperanza. Ése es el núcleo de todo lo demás. Y sólo espera (con esperanza) el que sabe que no se basta a sí mismo, que no está solo, que cuenta con otros naipes para construir el castillo frágil y hermoso en que consiste un proyecto de vida.

No dejéis que la mediocridad se enseñoree de vuestras vidas. No permitáis que el destino os mire con mueca burlona, como a derrotados. Y venced toda sombra de pesimismo con la fuerza de vuestro impulso.

Concluyo. La suerte no existe, al menos en mi experiencia. Así que no seré tan fatuo de terminar estas consideraciones con el tan manido “buenas tardes y buena suerte”. Vosotros y los que os quieren haréis vuestra propia suerte. Llevadle ese pulso al destino, extraed “a la vida todo el meollo”, con todas las consecuencias, y sabed esto: que “por encima de las nubes cabalga el sol”.

Siempre.

Muchas gracias.