viernes, 11 de diciembre de 2015

Ignorancia, libros y otras patologías

"Los libros curan la más peligrosa de las enfermedades humanas: la ignorancia" —Radko Tichavsky.
Es una de esas frases que van y vienen periódicamente, y que suena tan rotunda que parece innegable.
Yo no estoy de acuerdo. Si eso fuese cierto, cualquier lector avezado y constante sería sabio. Más aun: sería un santo, una persona sin mácula desde el punto de vista ético; un ejemplo a seguir hasta para Kant.
Pero la enfermedad humana más peligrosa es el orgullo, y tal dolencia no se cura leyendo. Ni tan siquiera los libros más extraordinarios pueden enseñarnos la senda de la verdadera humildad (de la verdad más íntima sobre quiénes somos de un modo tan exacto como doloroso).
Leer puede aumentar nuestro saber. Pero la historia está plagada de grandes, voraces lectores que al cabo terminaron siendo lobos para otros hombres. Y también, y esto es más consolador, de ignorantes que cambiaron su época con obras, palabras y silencios no recogidos en libro alguno.

Leer es sano, sí. Pero, al igual que sucede con los alimentos, depende del qué, el cómo, el cuándo, el con quién... y no meramente del cuánto.

domingo, 19 de abril de 2015

La alegoría del árbol caído


Había una vez un hombre que, como muchos otros antes y a la vez que él, había ido cortando golpe a golpe sus raíces hasta troncharlas de cuajo. Cuando después de no mucho tiempo el bosque de los hombres grises quedó en silencio y casi desierto, los troncos y ramas podridas (que siempre habían estado podridas) fueron recogidas por otros hombres que, confiados en la sombra que aquéllos proyectaban, vivían a la intemperie y padecían mucho frío en el cuerpo, y tristeza y angustia en sus almas.
—No hagáis leña del árbol caído— les dijeron algunos.
—Son ellos quienes han hecho de sí mismos leña y matojos, y hojarasca reseca. ¿Por qué no habríamos de calentarnos ahora, si ya ni siquiera dan el cobijo que nos otorgaba su fronda? ¿Qué les debemos, aun los que de entre nosotros no supimos ver que estaban llenos de gusanos?
Entonces uno de ellos añadió:
—Son ahora leña para uso común, pues no quisieron ser árboles hermosos cuando estaban recién plantados, y prometían llegar al cielo con sus orgullosas ramas en jardines públicos, anchos y gallardos. Su sombra vivía dentro de ellos; por eso su lumbre crepita ahora y relampaguea su luz sombría oscilando insegura contra sus tristes epitafios.



domingo, 5 de abril de 2015

Corazones descascarillados

"Con corazones rotos en miles de fragmentos será difícil construir una auténtica paz social" (Francisco, 'Evangelii Gaudium', n. 229).

Leyendo tantas cosas cada día, en la prensa y en las redes sociales, en libros de ensayo y novelas, es posible tocar los añicos del alma, arañarse e incluso hacerse sangre. Por eso, para explicar lo que es una amistad de forja se me antoja una buena imagen la del castillo viejo, raído de años y arrancado a jirones por los vientos: como esas camaraderías recias, bien cimentadas y robustas, donde hay lugar para tanta variedad como torres y troneras, almenas y vanos, adarves y barbacanas; pues así se convierte el compañerismo en amistad leal.

Frente a esa amistad verdadera y profunda se yergue el vistoso castillo de naipes, alarde fútil e instantáneo de vanidad, fuego de artificio de este o aquel logro. Y es ese tipo de trampa el que desbarata la amistad al dar pábulo a envidiejas y rencillas.

Corazones descascarillados. Eso es lo amable, lo real, lo imperecedero. Lo demás es tuitear algodón de feria, dulzón y empalagoso. Facebook de caras de verdad, no de museo de cera.

domingo, 22 de marzo de 2015

Bibliografía para ateos honrados



Biblia, beginning to end, alfa & omega, Genesis to the Book of Revelation
Catecismo de la Iglesia Católica
F. J. Sheed, Teología y sensatez, Herder, Barcelona 1984
C. S. Lewis, Cautivado por la Alegría, Encuentro
—, Dios en el banquillo, Rialp
—, Mero cristianismo, Rialp
—, Una pena en observación, Anagrama
—, Cartas del diablo a su sobrino, Rialp
—, El gran divorcio, Rialp
—, El problema del dolor, Rialp
—, Los cuatro amores, Rialp
—, Si Dios no escuchase, Rialp
Gilbert K. Chesterton, Ortodoxia, Acantilado
—, Autobiografía, Acantilado
Viktor Frankl, El hombre en busca de sentido
Fabrice Hadjadj, La fe de los demonios (o el ateísmo superado), Nuevo Inicio
Juan Pablo II, Fides et ratio
Benedicto XVI, Deus Caritas Est
Romano Guardini, Las etapas de la vida, Palabra
San Agustín, Confesiones
Scott & Kimberley Hahn, Rome, Sweet Home
Hans Urs von Balthasar, Si no os hacéis como este niño. Ed. San Juan
—. Gloria. 7 vols. Encuentro
—. Teodramática, 2 vols. Encuentro
—. Teológica. 2 vols. Encuentro
—. El corazón del mundo. Encuentro
—. El todo en el fragmento. Encuentro
—. Escatología en nuestro tiempo. Encuentro
—. La oración contemplativa. Encuentro
—. Examinadlo todo y quedaos con lo bueno. Encuentro
—. María, Iglesia naciente. Encuentro
—. Vía crucis. Encuentro
—. Teología de los tres días. Encuentro
—. La verdad es sinfónica.. Encuentro
—. Abatid los bastiones, EDICEP
—. Sólo el amor es digno de fe.
—. Quién es cristiano.
—. Meditaciones sobre el credo apostólico.
— (2007). Examinadlo todo y quedaos con lo bueno: entrevista de Angelo Scola. Encuentro
Jean Dumont, La Iglesia ante el reto de la historia, Encuentro
José Ramón Ayllón, Dios y los náufragos, Belacqua, Barcelona, 2004.
Dorothy Day, La larga soledad, Sal terrae, Santander, 2000.
André Frossard, ¿Hay otro mundo?, Rialp, Madrid, 1981.
—, Dios en preguntas, Atlántida, Buenos Aires, 1998.
—, Dios existe, yo me lo encontré, Rialp, Madrid, 2001.
, No tengáis miedo, Plaza Janes, Barcelona, 1982.
Manuel García Morente, El hecho extraordinario, Rialp, Madrid, 2002.
Hyde Douglas, Yo creí, Luis de Caralt, Barcelona, 1952.
Janne Haaland Matlary, El amor escondido, Belacqua, Barcelona 2002.
Sergei Kourdakov, El esbirro, Palabra
Lamping Sevein, Hombres que vuelven a la Iglesia, Epesa
F. Lelotte, Convertidos del siglo XX, Studium
—, La antorcha encendida, Studium
—, La ciudad sobre el monte, Studium
J. M. Lustiger,  La elección de Dios, Planeta
Jacques Maritain, Cuaderno de notas, Desclee de Brouwer
Vittorio Messori, Algunas razones para creer, Planeta
---, Ipotesi su Gesù, Internazionale, Torino
---, Leyendas negras de la Iglesia, Planeta
Leonardo Mondadori, Conversione, Mondadori
Muller de Hauser, La llamada de Dios, Herder
Nedoncelle y R. Girault, Testimonios de la fe, Rialp
O’Brien, Los prodigios de la Gracia, Studium
J.M. Osterreicher, Siete filósofos judíos encuentran a Cristo, Aguilar
Giovanni Papini, Un uomo finito, Vallechi
Carlos Pujol, Siete escritores conversos, Palabra
Giovanni Rossi,  Hombres que encontraron a Cristo, Studium
Kenneth Simon, The glory of the people, McMillan, New York.
Raphael Simon, The Road to Damascus, O’Brien, New York, 1949.
Edith Stein, Autobiografía (estrellas amarillas), Espiritualidad
Pieter Van der Meer, Nostalgia de Dios, Carlos Lohlé, Buenos Aires, 1955.
Marysia Szumlakowska, Amaneció de noche. Despedida de Narciso Yepes, Edibesa
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Conversos “célebres”; ya me entendéis:
(Muchos de ellos dejaron escritas sus memorias o autobiografías, en las que narran el antes y el después de su conversión. Recomiendo especialmente la de Sir Alec Guinness, Memorias, Espasa)

Beckwith, Norma McCorvey, Nidal Ranatunga, Pier Giorgio Tondelli, Jerónimo Lejeune (Nobel), Eugenio Zolli (gran rabino que fue de la sinagoga de Roma), Jean Maria Lustiger, Bernard Nathanson, Charles Peguy, Paul Claudel, Raissa Maritain, Gabriel Marcel, Max Jacob, Leon Bloy, Charles du Bos, Jean Cocteau, Huysmans, Julián Green, Alexis Carrel (Nobel), Pierre Lecomte, Carlos de Foucault, Louis Bouyer, André Frossard, Charles Dawson, G. K. Chesterton, C. S. Lewis, Robert Hugh Benson, Ronald Knox, Graham Green, Muriel Spark, Gerard Manley Hopkins, Edith Sitwell, Frederic Copleston, Thomas S. Eliot, Eric Peterson, Heinrich Schlier, Edith Stein, Von Hildebrand, el matrimonio Reinach, Gertrud von Le Font, Alfred Doblin, Ernst Jünger, Peter Seewald, Juan Donoso Cortés, Manuel García Morente, Carmen Laforet, Ernestina de Champourcin, Ramiro de Maeztu, Vittorio Messori, Leonardo Mondadori, Alessandra Borghese, Susanna Tamaro, Domenico del Rio, Laura Keynes, Leah Libresco, Magdi Allam, Pier Vittorio Tondelli, Joshua Horn, Jennifer Fulwiler, Svetlana Stalin (hija de Stalin), Gerard Depardieu, William Levy, John Wayne, Gary Cooper, Oscar Wilde, Evelyn Waugh, Graham Greene, Martin Sheen, Gregory Peck.

domingo, 8 de marzo de 2015

Preguntas sobre la Belleza

He encontrado estas preguntas que alguien me debió hacer para una entrevista que he olvidado.
¿La belleza es un valor subjetivo, relativo al gusto?
La influencia de las categorías estéticas kantianas, junto a la evolución de las artes visuales tras la Primera Guerra Mundial y las vanguardias, nos han llevado a dar por sentado que la belleza es lo mismo que el gusto personal. Por tanto, una categoría subjetiva y cambiante, dependiente de las modas. La recuperación de la belleza como trascendental del ser en el que se da una ‘circumincessio’ —una comunicación ininterrumpida con el resto de los trascendentales (bien, unidad, verdad)— puede ser la senda hacia un descubrimiento de la realidad como don, como regalo. En ese sentido toda realidad deja traslucir la luz de la forma en la que resplandece el carácter creatural del mundo.
¿Puede un dibujo de un niño de cuatro años sobre su familia ser más bello que una obra de Caravaggio?
Esta pregunta se refiere al sentido analógico del concepto de “lo bello”. La belleza del dibujo del niño está vinculada a la mirada prístina e inocente –sabia- sobre el complejo mundo de sus afectos, emociones, sentimientos, etc. Es referencial respecto del amor que el niño recibe, o su ausencia; y su reciprocidad.
La belleza del cuadro de Caravaggio está vinculada a una perfección en la realización (a la imprescindible tekné), a la composición, el orden y la simetría internas, al tema y la conciliación perfecta entre fondo y forma.
La belleza es, como categoría ontológica, ‘analogia entis’: permite una gradación relativa, relacional, entre un más y un menos según el punto de referencia. El dibujo del niño y la obra del maestro son comparables como respuestas al don del ser, pero inconmensurables entre sí desde la perspectiva “artística”.
Al ser animales culturales nuestro lenguaje es simbólico. Por lo tanto ¿no existe la belleza natural fuera del rango humano?
La pregunta es equívoca. Nuestra respuesta a lo simbólico no depende sólo de nuestro carácter social, cultural: es previo porque es respuesta al Otro original. La percepción de la belleza natural es inaccesible fuera del ámbito de lo humano, aunque pueda haber respuestas en los animales superiores a ciertas formas de simetría o proporción, o de belleza sensible, en niveles muy rudimentarios. Parte de las consecuencias de la Caída, como explican algunos Padres de la Iglesia o C. S. Lewis, se manifiestan en este desorden en la percepción de lo bello no sólo en los animales, sino entre los seres humanos animalizados.
¿Cómo saber si algo feo es más hermoso aun que lo establecido como bello?
Volvemos a las categorías kantianas de lo bello como subjetividad. Lo feo puede serlo en diversos niveles que, en función del modo en que trasluzcan el esplendor del ser, podrán ser considerados “feos” o “hermosos”. La Cruz es la cumbre de esa paradoja en la que el “desecho de los hombres” al que se refiere Isaías se manifiesta como el más bello de los hijos de los hombres.
¿La belleza es accesible a los insensibles de corazón?
Siempre, toda vez que el don que Dios da no es retirado nunca, y en todo momento es redimible. La gracia es entregada para siempre y, aunque puede quedar oscurecida, permanece la fidelidad de Dios a la palabra dada, a la sanación de la naturaleza y, con ella, de las potencialidades para redescubrir y agradecer, para contemplar, para el silencio y las formas de humillación ante la potencia creadora de Dios y los hombres.
¿Qué respondería a la pregunta que Ippolit le dirige al príncipe Myshkin? (“El idiota”, F.M. Dostoyevsky)
 -¿Qué belleza es ésa que va a salvar al mundo?
¿Está de acuerdo con esa pregunta? Si es así, ¿por qué?
Me remito a la Carta a los artistas, de san Juan Pablo II, nº 19: el mundo será redimido por la Belleza, o no será. Hemos hecho tanto hincapié en el bien, en la verdad, que hemos dejado de lado –también en la iglesia católica, tristemente- la potencia de la belleza (no sólo artística) para llamar al hombre contemporáneo a una nueva contemplación del Don en el que “vivimos, nos movemos y existimos” (Hechos 17, 28).
En tanto en cuanto la Verdad no es una moral –aunque la implique y explicite-, no podemos seguir insistiendo en que el seguimiento de Jesús se ciñe a la práctica de unos preceptos. Por el contrario, es un modo de ser que se trasluce en una manera de mirar y estar en el mundo como criaturas libres que agradecen como niños que están ‘omni tempore, ludens [Deus] in orbe terrarum’ con nosotros. Tal es la fuente de la paz y la esperanza. De no ser así, el mundo no será, porque ha sido redimido ya en la belleza de la Cruz pero aguarda la acogida que depende de cada libertad personal. Y la libertad que es accionada por el amor abraza lo bello antes que un código moral, por pertinente y humano que éste sea.


domingo, 1 de marzo de 2015

Tolkien y el Arte de la Palabra


Tolkien pasa por ser un autor bien conocido. Quizá su indudable popularidad le ha valido, no sé bien a cuenta de qué tipo de sentido (poco) común, la etiqueta de “vulgar”, como en una inecuación en la que lo que gusta a muchos —el vulgo— no puede obtener el refrendo de quienes se han arrogado el derecho a decidir lo que es y lo que no es Arte. No hay inecuación más inverosímil que ésta, y empleo el término “inverosímil” en su sentido más radical: lo que a menudo está tan lejos de la verdad que no resulta creíble. La vulgaridad se situaría, según esa (i)lógica, en el extremo opuesto de una exquisitez  tan esnob, que resultaría asequible tan sólo a un exclusivo (y excluyente) grupo de estetas o iniciados, celosos custodios del grial, estrambóticos protagonistas de una novelucha al estilo de las que se gasta Dan Brown, pero que en realidad no llegarían a la finura y agudeza de aquellos personajes del cuento que recopilaron los hermanos Grimm, y que narraba las desventuras de un emperador vanidoso cuya desnudez sólo fue capaz de revelar —o des-velar— un niño.


Quizá por todo esto, porque Tolkien no es un autor tan bien conocido como mucha gente piensa —admiradores lo mismo que detractores—, y porque siendo un artista mayúsculo merece una mirada serena, nunca está de más contemplar con asombro renovado la obra literaria del inventor de la Tierra Media y los idiomas élficos, de Bilbo Bolsón y Roverandom, de Niggle y el herrero que vivía en Wooton Major, pero que tenía su ser entero en Fantasía, y por eso era capaz de ver la realidad en toda su plenitud. ¿Alguna razón más? Una muy sencilla: porque su obra y sus ideas sobre el arte literario son una joya de perfiles delicados y polifacética hermosura, y nadie en su sano juicio se cansa de contemplar la belleza. Como sucede con cualquier clásico, Tolkien merece la ponderada atención que requiere la contemplación estética. De ese silencio surge una suerte de perpleja admiración que demanda indagar con humildad en los porqués de la obra de arte y de las razones del artista. Saber más ayuda al lícito entender mejor.

Pensar a Tolkien puede hacer más accesibles a quienes han paseado por los jardines de su imaginario, y también a quienes sólo conocen la versión cinematográfica de Peter Jackson —e incluso a los que no conocen nada de él—, la vinculación del autor con la tradición narrativa occidental, y los elementos renovadores presentes en su poética. Desde diversos ángulos, y en una perspectiva filosófica, literaria e histórico-comparatista, se puede de saber más para entender más plenamente y, así, poder dar razón —o, al menos, razones—  de esa elusiva categoría que es el gusto estético.

¿Cuáles son esas ideas que hacen de Tolkien un renovador de la tradición? A riesgo de resultar en exceso esquemático, señalaré lo que considero el núcleo de su ars poética. En su poema Mitopoeia, “el arte de hacer historias”, Tolkien emplea la metáfora de la «luz irisada» para referirse al modo en que los mitos, los cuentos, las buenas historias, nos ofrecen un atisbo de la verdad de modo análogo a ese fenómeno físico por el que un haz de luz se divide al atravesar un medio de diferente densidad —por ejemplo un prisma, o un fluido—, refractándose en múltiples colores. Esos colores constituyen, sin embargo, un blanco único capaz de ir «de mente en mente» gracias al arte del escritor y a la potencia sapiencial, epistemológica que, de modo paradójico, muestra y oculta al unísono la verdad. Porque la verdad es, en definitiva, esencialmente gracia, don, misterio, y el artista que realmente merece tan elevado título deviene, a la postre, mediador entre el ser humano y la Belleza.

Algunas de las claves que, a mi juicio, dan razón de la profunda novedad literaria que encierra la obra de Tolkien, y de su extraordinaria aceptación entre tantos lectores de todo el mundo, laten bajo el humus de la inspiración lingüística que alumbró su universo mitológico. Por otro lado, las constantes estéticas peculiares de su invención literaria —es decir, la presencia de una personal y sugerente metafísica del Arte y la Belleza—, no son explicables solamente a partir del indudable atractivo temático y argumental de las historias singulares. Quizá el núcleo de su poética lo constituya el modo en que el lenguaje y la metáfora alumbran progresivamente un universo posible, de manera análoga al modo en que, como escribe san Juan, el mundo ha sido creado en y por el Lógos divino, el Verbo eterno del Padre. El inventor de mundos se revela imagen quintaesenciada de Dios, un subcreador que, haciendo pie en la potencialidad semántica de los idiomas inventados como vehículos de verosimilitud, los emplea como causa instrumental para provocar «creencia secundaria». La palabra verdadera es hecha merecedora de credibilidad, de fe poética. En ella refulge de alguna manera el esplendor de una forma que es su referente, que le otorga su sentido pleno, último, en sí y para cada uno.


Por esta senda de la belleza y la elaboración lingüística, dice Tolkien, la palabra se transforma en medio privilegiado para “inventar”. Mas al inventar el escritor no hace sino encontrar otros modos de decir la realidad y el ser: se revela un mago cuya varita mágica es el adjetivo, su reino el mundo entero y, en él, todos los mundos. El subcreador es erigido un notario que levanta acta de este hecho extraordinario: que al haber sido regalados con el don del lenguaje, podemos llamar a la existencia otros universos imaginados a nuestra imagen y semejanza, puesto que también nosotros somos imagen y semejanza de un Creador. «Seréis como dioses» quiere decir aquí, en el otro extremo de la Trampa falaz, aceptar la invitación para convertirse en servidores de la palabra, del sentido, de la riqueza de significado que nos revela el Amor. La palabra que es pronunciada como eco del sí primigenio, se transforma en cada acto artístico en afirmación categórica de que había en nosotros más tela de la que fue necesaria para cortar el traje de nuestro destino. Por eso decía Chesterton que cada escritor revela a través de su imaginación el reino por el que le gustaría vagar, y del que valdría la pena enseñorearse.

Como estirpe de Dios hemos sido adornados con este don: el de poder continuar el canto de la Creación, embelleciendo este mundo en y desde la elaboración de los mundos posibles que contiene el Verbo eterno, el sí del Hijo al Padre, y que forman parte de la Música inicial. Por esa razón cuando leemos tantos relatos bellos, tantos cuentos verdaderos, quedamos literalmente “encantados”, incorporados al canto arcano que no cesa de adquirir nuevas cadencias. La sinfonía aún resuena y se desarrolla en matices infinitos, y la clave en que fue compuesta se llama esperanza.

Vidas Ejemplares


Hace tiempo, leí con asombro en un diario deportivo de considerable tirada —lo cual es, por méritos propios, tema de importancia más que justificada para otro día y otra reflexión—, la equiparación que se hacía de Rafael Nadal y Valentino Rossi como «dos grandes ejemplos para los más jóvenes». La sola lectura de ese titular provocó en mí un automático desacuerdo. La razón de mi divergencia no radicaba en la más que evidente inadecuación entre los dos términos de la comparación, sino —sobre todo— en el olvido en que incurría el columnista al obviar que no cabe proponer como ejemplo «para los más jóvenes» —pero tampoco para los adultos, para los maduros e incluso para aquellos que, por ancianos, se pueden llamar ya sabios— a un hombre cuyo modo de competir es y ha sido casi siempre maquiavélico, que no ha dudado en atropellar las normas del fair-play cuando se trataba de lograr la victoria —que se lo pregunten a Sete Gibernau—, o que defraudó al fisco de su país una millonada sin el más mínimo rubor durante varios años. ¿Es ése el ejemplo que deben tomar «los más jóvenes»? No creo que Valentino Rossi, a pesar de su extraordinario palmarés, merezca un lugar junto a atletas del calibre de Miguel Induráin, Rafael Nadal o Manel Estiarte, como personas que recibieron en su día la distinción con que ese diario ha señalado a algunos de los mejores deportistas contemporáneos.

Al decir esto no estoy llevando a cabo una evaluación moral según la mayor, menor o nula ejemplaridad de las vidas y hechos personales de esos deportistas. No soy juez de nadie. Mi reflexión gira más bien, a partir de este ejemplo, en torno a la creciente proporción de menores que se enfrentan a penas más o menos graves a causa de su desafío habitual de la justicia, y cuyos ejemplos vitales son, a menudo, deportistas idolatrados no tanto por sus hazañas cuanto por la exacerbación mediática que los convierte automáticamente en objetos de culto. Esa idolatría tiene su base en una mentalidad general, más ampliamente extendida de lo que nos atrevemos a reconocer, que ha canonizado como uno de sus valores supremos el triunfo. Casi siempre, en la práctica —y como no podía ser de otro modo—, el triunfo como meta única. La propuesta de Rossi como paradigma, ¿no pone acaso de manifiesto la esquizofrenia de proponer como ejemplares las vidas de ciertos triunfadores que, sin embargo, han mostrado ser repetidas veces personas muy mediocres, o incluso mezquinas? Pienso que la honradez de vida —en su más amplio sentido— y las gestas deportivas, forman una indisoluble unidad, porque el hombre es un ser unitario, y su obrar deriva necesariamente de su concreto modo de ser. Si el listón para ser distinguido con un premio se coloca tan bajo, ¿no estaremos enviando un mensaje equívoco, según el cual el respeto al rival y la justicia están muy por debajo de la importancia del triunfo a cualquier precio?


Todos, y no sólo los jóvenes, necesitamos la presencia y el aliento de vidas ejemplares a nuestro alrededor, en el sentido más amplio de la expresión; de vidas que nos sirvan de pauta, ánimo y estímulo; o, siquiera, como espejos donde contemplar nuestra abulia o mezquindad. Cuánto más los jóvenes, en estos tiempos inciertos en que la bonanza económica sostenida —aun en medio de las cíclicas crisis— y la falta de aprecio por el esfuerzo, han hecho de muchos de ellos eternos adolescentes, incapacitados casi completamente para la hazaña del vivir diario, para la épica de lo cotidiano, para el logro de la plenitud de su humanidad, con un sentido deportivo de la existencia, personal y colectiva.

Urge mostrarles que la ejemplaridad de los héroes de las canchas no es separable de su coherencia como seres humanos. Los deportistas no son mejores que los demás porque participan en tal o cual acto benéfico. No son sólo personas a quienes se exige una solidaridad genérica, inexpresiva, que se actualiza a menudo por medio de una obligatoriedad contractual que nada tiene de generosidad hecha vida. Mientras sigamos mirando con ojos esperanzados a personajes que, a la postre, han sido transformados en pretendidos profetas de una esquizofrenia práctica, deberemos arrostrar una y otra vez el amargo sabor del fracaso, la triste evidencia del profundo desencanto que hará presa en nosotros cada vez que se destapen las carencias de este o aquel ídolo, otro héroe caído del panteón de los seres humanos idolatrados, auténtica estirpe de Ícaro. Las vidas ejemplares lo son y lo serán siempre en tanto que testigos vivos de una excelencia deseable y, lo que es más importante, posible. La vida, como el deporte, es palestra donde aquilatar esa excelencia que no clama tanto por su minuto de gloria a bombo y platillo, cuanto por la continuidad en el esfuerzo. Esa tozuda perseverancia convierte en plenamente lograda una existencia que cristaliza en el anonimato de la cotidianeidad. Demos a nuestros jóvenes esa oportunidad, y llenémoslos así de esperanza.

sábado, 28 de febrero de 2015

En la muerte de Michael Jackson: Idolatría vs. Mitología

Dicen que ha muerto el rey del pop. Quizá debiéramos más bien pensar que quien ha muerto era, sencillamente, un hombre. Y seguramente eso, para el propio Michael Jackson, era suficiente tragedia. Su tránsito es una ocasión para remansar, en medio del caos mediático, esta triste realidad: por qué y de qué siniestro modo hemos perdido en Occidente la capacidad para contemplar en silencio reverente lo que significa la muerte de un ser humano. Viéndonos actuar se diría que le hemos perdido el respeto a la muerte; que ya no nos parece algo sagrado eso de que alguien que estaba entre nosotros haya sido llamado desde el arcano de Dios. Quizá no sabemos qué hacer con la muerte porque ya no sabemos qué hacer con la vida, con el tiempo que nos ha sido dado. La muerte vale, para una civilización, lo que pesa el oro que es cada momento, pues sólo quienes viven el tiempo como un don se sienten impelidos a emplearlo con serena responsabilidad. Pues, al cabo, el peso de la vida se mide en la balanza de la eternidad.


Ha muerto Michael Jackson y se multiplican los rumores, las noticias, los negocios necrófagos que intentan sacar tajada de su figura, como una perversa orgía cuya hora final sonará sólo por simple desgaste, por mera coyuntura informativa. Para algunos ha tañido la campana blasfema que anima a exprimir hasta el final la gallina de los huevos de oro, aquel ídolo de masas que, en gran parte, ha muerto víctima de sí mismo. Michael Jackson se transformó paulatinamente en un leviatán que, paradójica y tristemente, exigió un último sacrificio en el ara infame de la fama. Pero, llegada la hora del holocausto, se halló que la víctima no era ya propiciatoria, sino simplemente una macabra caricatura de sí mismo, deforme bufón para mofa del “dios entretenimiento” ante quien se postra el que llamamos, con estúpido orgullo, Primer Mundo. El leviatán ha concluido la lenta e inexorable transformación. El mito ha devenido ídolo, y el ídolo de barro se ha estrellado en el suelo, quebrándose en miles de añicos, de añicos irrecuperables, como un mosaico irisado de lágrimas.

La muerte de Michael Jackson es un recordatorio. Nos pone de nuevo ante los ojos que el hombre no está hecho para ser adorado, quizá aunque sólo sea porque, tan antiguo como el engaño del padre de la mentira, cada vez que un “ídolo” muere resuena aquel mendaz «seréis como dioses» que recoge el libro del Génesis. Pero he aquí la falacia en la que vivimos atrapados: aunque seamos estirpe de Dios, no podemos ser como dioses sino a través del reconocimiento del don y la acogida del misterio. Michael Jackson engendró, quizá sin quererlo, un monstruo que tenía su misma apariencia, pero que, hace más de quince años, ya no era él. Puede que en el silencio de su enorme mansión —¿cómo puede un hombre habitar realmente, a la medida humana, una casa de tal tamaño?— la pregunta que martillease su conciencia tuviese más que ver con la tragedia íntima de su identidad personal (¿quién soy?), ésa que susurra levemente acerca del sentido de la vida, que con cifras récord de ventas, de conciertos, de seguidores, de reinados efímeros. Michael Jackson ha muerto porque en el mismo momento en que fue transformado en ídolo, fue escogido como víctima. Sin embargo él era un mito: es decir, su persona nos recordaba que hay algo en nosotros que señala a una verdad que nos trasciende, que desea creer, que anhela una eternidad y, ya en esta vida, Alguien —no algo— a quien entregarse de un modo no provisional, sino permanente: de una vez para siempre.

Michael Jackson ha muerto. Cada vez que alguien muere suena la campana del silencio, la que repica en la hora del silencio, de la plegaria por la recuperación del sentido sagrado de la vida, del valor teleológico de cada persona, fin en sí misma y valor infinito. Descanse en la paz y la misericordia de Dios.

viernes, 27 de febrero de 2015

Cuentos de Hadas y Des-encantos de Sabios


En una entrevista concedida al diario The Guardian en 2011, el célebre astrofísico Stephen Hawking negaba rotundamente la existencia de toda sombra de Más Allá, Cielo o destino ultraterreno. Para ello empleaba la descalificación que para él incluye el atributo “cuento de hadas”. En otras palabras, el Cielo es lo que el lenguaje cotidiano ha canonizado como uno de los significados de mito: una mentira, simple superchería.

Nuestra época es heredera directa de un modo de mirar el mundo con ojos chatos. La miopía consiste en dar por sentado que lo cotidiano es un “hecho” y, por tanto, algo incontestable: el “hecho” está ahí, y de su evidencia no se puede dudar mientras tengamos la garantía que nos proporciona un conocimiento cimentado en los métodos de la ciencia empírica. Existe un racionalismo radical que toma por rasero de lo “real” la categorización que procede de las ciencias experimentales. Y así, la convicción de que lo que no podemos percibir por nuestros sentidos carece de entidad y, más allá, es “mera fantasía”, se ha aposentado firme y engreídamente en el inconsciente colectivo. “No me cuentes cuentos” (chinos o no), o “la existencia de los ángeles es un mito” (es decir, una burda mentira), son muestras de un anatema —pues todo dogmatismo tiene su inquisición— que tilda de supersticioso al que cree que exista un plus, un más allá de lo que está (o parece estar) más acá.




El hecho de que una persona del calibre intelectual de Hawking —catedrático de Física y Matemáticas Aplicadas en Cambridge, y titular de un largo elenco de distinciones— crea firmemente (pues así creen los incrédulos ortodoxos: con fe inquebrantable) que el Cielo es una mentira, revela la pérdida progresiva de la inocencia y el asombro como puntos de arranque no ya de todo filosofar, sino del acto mismo de mirar el mundo. Asomarse a la realidad desde el acostumbramiento pervierte lo cotidiano en rutinario y, así, lo milagroso queda reducido a un dato que se da por supuesto: a algo que ya está garantizado. Sin embargo, el “hecho” de que el sol salga mañana —prescindiendo de la formulación exacta que requeriría la explicación “científica” de ese fenómeno—, no es algo que esté garantizado por nada ni por nadie. Se trata de un “hecho” acerca del cual la simple repetición no levanta acta: no es capaz de certificarlo —de confirmarlo como cierto—. El milagro, sencilla y llanamente, no es que salga el sol, sino que haya sol; y que un ser ínfimo en un minúsculo planeta lo pueda contemplar. Pero si todo milagro es un don, un regalo en el que podemos percibir que todo lo que es —más incluso: que el mero hecho de que haya ser, y no la nada— es fruto de un exceso, y que por eso mismo es inmerecido, lo lógico sería imitar al Principito y contemplar la puesta de sol cuarenta veces cada atardecer. De este modo se dan las gracias en la lógica del exceso; pues toda belleza ha sido entregada para ser disfrutada.

Al afirmar que el Cielo es un cuento de hadas, Hawking quería decir, imagino, que se trata de una mentira, de palabras bonitas (y vacuas) para expresar un miedo a la aniquilación, a lo desconocido, a la Oscuridad definitiva. Sin embargo, lo que Hawking llama “cuento” (con hadas o sin ellas), no es sino la huella del modo en que el ser humano se ha acercado a la esencia de la verdad desde el arcano de los tiempos. Porque todo buen cuento re-lata, es decir, vuelve a hacer presente un sentido de maravilla, de atávico asombro, que testifica que todo es don; que existe una verdad más allá de nuestro entendimiento, por avanzado, exacto y “científico” que éste pueda llegar a ser. El Cielo es verdad precisamente porque es el Mito por excelencia.

En ese sentido, entonces, lo que llamamos sobrenatural sería lo más natural del mundo: Dios, el cielo, los ángeles (y hasta las hadas) no son sino las formas en que el misterio y el exceso del don nos han sido entregadas. El lenguaje hermoso y los mitos son esa gramática mítica —en expresión de Tolkien— con la que contar, o más exactamente, dar cuenta de lo primigenio. Y lo primigenio es que, por más que nos pese, no somos autosuficientes, y nuestra razón no puede soportar el peso de tanta verdad como la que contiene un relato apasionante. Hemos cometido un error lógico: perder el sentido común de mirar el mundo con los ojos de los primeros habitantes de esta tierra, y hemos aspirado a poseerlo encerrándolo en nuestras pobres y pequeñas cabecitas, como si el milagro pudiese prescindir de la colaboración voluntaria de cada uno: de eso que llamamos fe, y que no es sino la permanencia de la infinita sabiduría del niño que todos fuimos; que también Stephen Hawking fue.



Para alguien acostumbrado a mirar las estrellas, quizá, la contemplación del cosmos como don milagroso podría ser un primer paso hacia una suerte de voluntaria suspensión de la incredulidad. Más allá, sólo el don abrazado libremente es capaz de transformar la mirada en el asombro del niño, el único realmente Sabio: porque el niño es capaz de quedar, una y otra vez, en-cantado, incorporado al canto eterno que resuena como el eco de una risa atronadora y alegre. ¿Cuentos de hadas? Por supuesto que sí: relatos acerca de una certeza prestada, que nos reincorporan a la Música arcana que no cesa de adquirir nuevas cadencias. La sinfonía aún resuena y se desarrolla en matices infinitos, y la clave en que fue compuesta se llama esperanza.