lunes, 17 de noviembre de 2014

Castidad y política

No estoy seguro de que el mundo horizontal y hostil a las jerarquías que emergió, reptando y arrastrándose como un herido de muerte de las trincheras de la Gran Guerra, represente exactamente un "avance" en sentido estricto. Lo tangible es una burda anarquía de corte utilitarista, pragmática y lerda, que pone todas las opiniones, juicios de valor y cualquier tipo de "criterio" en el mismo plano. La democracia como mal menor, como el "mejor de los sistemas posibles", es el más engañoso que existe: vende igualdad sin sumisión, equidad sin obediencia, jerarquía sin jerarcas, soberanía sin soberano, y sin pueblo. La democracia es demagogia. Vende humo, pero humo tóxico.


Exigimos respeto, un consenso respecto de ciertos "valores" intocables, mientras afirmamos que todo es relativo (menos, paradójica y reveladoramente, esa afirmación, que se erige como dogma de la modernidad), y que si existe algún tipo de verdad (aunque la verdad habría quedado enterrada en alguna fosa común indeterminada entre 1914 y 1945), es negociable y debe ser aprobada -validada ontológicamente- por la mayoría.

La tragedia es que no somos sino seres humanos. Y estamos recibiendo la medida exacta de nuestra bobalicona confianza en "el sistema" mientras perdemos, día a día, momento a momento, la fuerza y el vigor que requiere el pensamiento crítico, la resistencia argumentada, la huida de los eslóganes y los títeres de la fama política que gritan desde sus palestras que ellos son los nuevos mesías.

¿Aún creemos que la redención de las naciones vendrá a través de la política, multinacional o local? ¿Será cierto que todavía somos tan ilusos? El sistema ha sido elaborado para generar espejismos que parecen reales, toda vez que ya no tenemos la mirada educada para ver venir las tormentas que hace tiempo se ciernen sobre nuestras cabezas, y plantarles cara por caminos que no son los de la economía, ni los de los partidos (las facciones), ni las huelgas, las manifestaciones, el ruido y la lamentación tan continuas como estériles.

La política verdadera -la que es verdad y, por tanto, se traduce en hechos verdaderos- comienza en el oikós, en el hogar: es familiar. Ni colectiva, ni anónima, ni limitada ni multinacional. Si la pólis moderna no tiene sus cimientos cohesionados por la amistad y las diversas formas de 'fraternitas' entonces, simple y terroríficamente, no será. La 'auctoritas' romana era y es superior a la 'potestas' y, por eso mismo, mientras no haya vidas ejemplares que guíen en el hogar y en la ciudad y en las instancias intermedias al próximo (al prójimo, intuyo), no tenemos derecho (no, no lo tenemos) a esperar una redención profana en paraísos intramundanos que son tan imposibles como indeseables: no son distopías, sino miopías que derivan en ceguera.

La democracia funciona en la medida en que la casta es capaz de ser casta, porque sin castidad la política deviene simple prostitución de todos con todos, concupiscencias del control, cambios de cama en función de veleidades y caprichos, orgías de poder y, en general, promiscuidades enfermizas que, si bien pueden no ser seropositivas, siempre acaban por ser socio-negativas. La política es un arte imprescindible: como todo arte, requiere una tekné, un saber hacer humilde. Como todo lo imprescindible exige una prudencia demasiado tardía en la vejez, y una sabiduría desconocida en la juventud. Porque quien no sirve con el poder acaba sirviéndose de él, de (mala) suerte que quien debía ser ministro (del latín 'ministrare', servir) se transforma en déspota, oligarca, dictador, un simple que lidera a otros simples y un ciego que apacienta a todos —él incluido— mansa o revolucionariamente, rumbo al hoyo de la desesperanza.