martes, 12 de agosto de 2014

"Entender la poesía", por Robin Williams, doctor en Filosofía




Hay dos películas únicas para mí, por el impacto y el momento concreto en que llegaron a mi vida: "La guerra de las galaxias" y "El Club de los poetas muertos". La primera me enamoró del Cine siendo un niño de diez años; la segunda alumbró aun más, "como un relámpago en un cielo claro", mi camino y vocación para llegar a ser profesor mientras ya me encontraba en la universidad.

Durante años me resultó imposible imaginar a Robin Williams en otro papel que no fuese el del querido profesor John Keating. Encarnaba, más allá de los defectos y errores que cometía como maestro e inspiración, un ideal de vida, una manera de percibir la realidad, un modo de entender la educación como tarea que debe servir al alumno para avanzar por la existencia con dos convicciones: 1. La vida propia es única y el tiempo es breve. 2. No se puede medir la belleza, porque el mundo es demasiado profundo, complejo y sencillo como para explicarlo en un soneto, en un cuadro, en nada que no sea el Infinito mismo.

Con el tiempo, los años, la experiencia y mis propias limitaciones, observé en esa película —que habré contemplado cerca de un centenar de veces— los defectos de Keating como profesor bajo luces nuevas, matizadas. Sobre todo, el modo en que el carisma es arma de doble filo, en especial cuando los alumnos son un público tan impresionable como bisoño, tan impetuoso como imprudente. Pero siempre permaneció la convicción de que profesores como Keating son lo que hace falta: personas capaces de levantar la mirada y el espíritu de otros, de ayudar a contemplar la belleza y aspirar a nombrarla ("No digan triste; digan... ¡vamos, señor Overstreet, lo sabeee!: ¡Eeeexacto!: ¡Taciturno!"), desafiando en duelo singular al Desánimo, al Cinismo y al Riesgo que implica formar librepensadores: personas capaces de hacer de sus vidas algo extraordinario.

Con el paso de los años Robin Williams ha formado parte de nuestras vidas. Con suerte dispar en cada cinta —cada uno podrá señalar las películas que le han gustado más, menos o nada—, para mí hay cuatro imprescindibles: "El Club de los poetas muertos", "El indomable Will Hunting", "Despertares" y "El rey pescador". Curiosamente, películas dramáticas en las que RW interpretaba a personajes alejados de cualquier tipo de histrionismo o exceso. Será que soy un tipo serio.

O será que él era un hombre cuya alma era tan grande, su espíritu tan insaciable, su vida tan incomprensible para él en su propia y creciente soledad, que no le quedaba otro remedio que construir una maraña de máscaras con las que esconderse mientras buscaba su propio rostro. Ése que ahora mira cara a cara a Dios, recibiendo el abrazo que pone fin a los sufrimientos de algunos para quienes este mundo no es accesible, y debe ser hecho habitable por una suerte de encantamiento: ése que provee el Arte.

Porque "eternamente resuena por todo el Universo el grito del artista: ¡dejadme hacer todo aquello de lo que soy capaz!".


Ha muerto mi capitán. Y aunque cuento con la esperanza, estoy triste; muy triste. No sabía que era alguien tan importante en mi vida -en mi alma-. No recuerdo una sola de mis conferencias, y muchas de mis clases, sin haber hecho referencia expresa a Keating, a alguna secuencia concreta, o citado de memoria un diálogo agudo y pertinente. Con todo, cuando pienso en Robin Williams como John Keating, lo veo como el ser solitario que presenta la película: amigo sólo del profesor de Latín, condenado por el rígido sistema de la Academia Welton a un cierto ostracismo tácito, y como chivo expiatorio; y recluido en un breve espacio que "es parte del juramento monástico", acompañado por una foto de una esposa alejada y unos recuerdos de un enclenque muchacho a quien lanzaban libros de Byron a la cabeza antes de ser el gigante intelectual que procuraba pasar las veladas extrayendo todo el meollo a la vida en compañía de los grandes: Shelley, Whitman, Thoreau, ¡los románticos!

Ha muerto mi capitán y, al igual que el viejo tío Walt hiciera con Abraham Lincoln, hoy hago que resuene "mi bárbaro gañido sobre los techos del mundo". Descanse en la paz de Dios, para siempre:

"O Captain! my Captain! rise up and hear the bells;
Rise up—for you the flag is flung—for you the bugle trills,
For you bouquets and ribbon’d wreaths—for you the shores a-crowding,
For you they call, the swaying mass, their eager faces turning."



 ¡Oh Capitán!, ¡mi capitán!

Oh Capitán, mi Capitán:
nuestro azaroso viaje ha terminado.
Al fin venció la nave y el premio fue ganado.
Ya el puerto se halla próximo,
ya se oye la campana
y ver se puede el pueblo que entre vítores,
con la mirada sigue la nao soberana.
Mas ¿no ves, corazón, oh corazón,
cómo los hilos rojos van rodando
sobre el puente en el cual mi Capitán
permanece extendido, helado y muerto?
Oh Capitán, mi Capitán:
levántate aguerrido y escucha cual te llaman
tropeles de campanas.
Por ti se izan banderas y los clarines claman.
Son para ti los ramos, las coronas, las cintas.
Por ti la multitud se arremolina,
por ti llora, por ti su alma llamea
y la mirada ansiosa, con verte, se recrea.
Oh Capitán, ¡mi Padre amado!
Voy mi brazo a poner sobre tu cuello.
Es sólo una ilusión que en este puente
te encuentres extendido, helado y muerto.
Mi padre no responde.
Sus labios no se mueven.
Está pálido, pálido. Casi sin pulso, inerte.
No puede ya animarle mi ansioso brazo fuerte.
Anclada está la nave: su ruta ha concluido.
Feliz entra en el puerto de vuelta de su viaje.
La nave ya ha vencido la furia del oleaje.
Oh playas, alegraos; sonad, claras campanas
en tanto que camino con paso triste, incierto,
por el puente do está mi Capitán
para siempre extendido, helado y muerto.

Walt Whitman