miércoles, 16 de abril de 2014

Ateísmo: ¿honestidad o burdo anticlericalismo?


Después de releer la autobiografía de Clive Staples Lewis, 'Surprised by Joy', me apetecía escribir una reflexión sobre el ateísmo. Coincidió, además, con un momento en que facebook hervía con las iras y los venires de Savonarolas y fustigadores de la clerecía; y mi interior también.

Uno de los capítulos de "Cautivado por la Alegría" —que así de mal se tradujo al español, no sé por qué— se titula 'El gran Knock'. Trata sobre el que fue tutor de Lewis, el radical "aldabonazo" (ése es el ingenioso juego de palabras) que despertó para siempre en el joven pupilo de mente ágil y pendenciera la gran arma: la honradez intelectual a cualquier precio. El señor Kirkpatrick poseía una fría mente lógica y racionalista, analítica e inexpugnable ante cualquier argumentación débil. Subrayo "argumentación", porque es lo que falta en las diatribas de los modernos progres, más o menos culturetas, que consideran clausurado el tema desde Kant y Nietzsche, mientras cada nueva generación se sigue formulando las mismas preguntas con distintas respuestas. Otros ateos, más sencillos y grandes (¿simplemente verdaderos?), dejan de lado lo "archisabido", y se zambullen con audacia en las procelosas aguas donde habita Dios, ese Náufrago.

Dice Lewis:
Tras decir que era ateo me apresuro a añadir que era "racionalista", a la usanza del antiguo, elevado y seco siglo XIX. Porque el ateísmo ha descendido en el mundo desde aquellos tiempos, se ha mezclado en política y ha empezado a hundirse en el fango. El donante anónimo que ahora me envía revistas en contra de Dios espera, sin duda, herir al cristiano que hay en mí, pero en realidad hiere al exateo. Me avergüenza que mis antiguos compañeros y (lo que importa más) los antiguos compañeros de Kirk, se hayan hundido en eso en que están ahora (...). En la época en que yo lo conocí, el combustible del ateísmo de Kirk era fundamentalmente de un tipo antropológico y pesimista (...).
Jamás atacó la religión en mi presencia (...).
En 2010 cursé un máster de Filosofía Contemporánea. Uno de los cursos fue impartido por un profesor rabiosamente anticlerical y burdamente carente de preparación como docente. Las sesiones con él se limitaban a exabruptos contra tal o cual obispo, y a una defensa numantina ante un público en el que los apóstatas eran mayoría, de la idea de que su postura era laical, no laicista. Fue homérico. Reconsideré entonces a menudo, como lo había hecho desde mediados de la década de 1980, la grave confusión, a medio camino entre la mera ignorancia y la mala fe (sic) sobre este tema: atacar y escupir sin otro argumentario que el interminable catálogo de las miserias de ese o aquel cura, de aquel obispo, o mías. Nunca las vigas en el ojo propio; sólo armas empuñadas con razones manchadas de la viscosa mezcla de prejuicios e ideologías variadas, todas intelectualmente tan endebles como el abrazo de un bebé, pero sin su vinculante fortaleza.

Hace falta mucha honradez para ser ateo. Afirmarlo de uno mismo requiere haberse medido, y medirse cada día, con las preguntas radicales. De suerte que ser ateo no es un estado permanente: para ser coherente, debería serlo el estado de búsqueda, de pregunta, de imprecación, de ruego y dolor, como el que llevó a John Henry Newman a aprender griego para leer a los Padres de la iglesia en su idioma original, y ver si tenían o no razón; a Chesterton a dejar mediar veinte años entre su decisión y el momento de su bautismo; a Evelyn Waugh a sus ires y venires; a Lewis a estudiar sin tregua... Porque creer no es cuestión que se resuelva en mero voluntarismo. No es sólo querer creer, sino (y sobre todo) aceptar un don, o rechazarlo. La fe es el sagrario donde se citan la Libertad de Dios y la de cada uno. Por eso es ateo el que lo sigue siendo A PESAR de haberse y haber vuelto sobre quién es, y no qué es Dios; el que se enfrenta sin hipocresía, con realismo, a la pregunta sobre qué diferencia las limitaciones y pecados de uno u otro, de la verdad y su búsqueda; sobre qué distancia media entre la honradez y la fácil acusación ante los límites y las miserias, ¡tan obvias!, de todos.

Querido ateo: las tuyas también.