martes, 4 de febrero de 2014

Yo vi jugar a Nate Davis



En 1977 dejé de lado el fútbol para dedicar mis sueños al baloncesto. En Valladolid estudiar en los Maristas solía ser sinónimo de "canasta". Cada tarde, al terminar las clases, entrenábamos con disciplina y muchas ganas, y nuestro entrenador (Jesús Vaquero) insistía en perfeccionar los fundamentos de la técnica y el juego de equipo a un nivel que no encontré más adelante. La recompensa a esos esfuerzos (que de suyo ya eran un regalo), consistía en una tarjeta azul que nos acreditaba como jugadores, y que hacía las veces de salvoconducto para ver los partidos del entonces Valladolid Impala, poco después Valladolid Miñón, cada quince días y sin pagar entrada. Me sentía importante cuando mostraba mi carné al conserje, como los polis de las películas, y él se hacía a un lado y me dejaba pasar.

Qué tiempos: una librería patrocinaba un equipo de 1ª División. En fin.

En 1979 llegó al equipo un nuevo fichaje. Aún recuerdo su primer partido que, en realidad, fue una presentación: vestido con pantalones vaqueros, una cazadora color camel y una figura de estampa elegante y andares felinos, saludó a los que atestábamos el graderío. Yo no sabía nada de estadísticas, ni de porcentajes de tiro, y daba mis primeros pasos en un deporte que tenía para mí algo de intuitivo. Tampoco existía la línea de tres puntos. No hizo falta. En el siguiente partido, ya en la rueda de calentamiento (que no nos perdíamos, porque era ya una ocasión de empezar a ver visiones), Nate Davis comenzó a volar ante nuestros asombrados ojos de niño.

Todo lo hacía fácil: tiraba desde cualquier distancia, saltaba en una suspensión que luego sólo he visto en Michael Jordan (flotaba en el aire un instante más que todos los demás) y, sobre todo, me impresionó su momento de salto y la intuición que poseía para colocarse al rebote y para taponar tiros de jugadores a menudo mucho más altos que él. Su agilidad y su concepción del baloncesto pudieron desarrollarse al máximo gracias a Carmelo Cabrera y Arturo Seara, en un equipo dirigido por Mario Pesquera en el que todas las piezas encajaban.

No sé si el espectador actual -no sólo de baloncesto- puede hacerse una idea de lo que significaba ver un partido de Nate en directo. No había repeticiones, ni programas de televisión en los que "repasar" lo visto; ni vídeo. No, al menos, en mi casa. De manera que ejercité mi memoria para conservar la impresión de cada finta, de cada movimiento y canasta, de toda la creatividad que aquel atleta formidable era capaz de desarrollar en un rectángulo de 30 x 15 m. Cada entrenamiento mío era una ocasión para practicar la composición espacial de su estilo. Todo esto lo he recordado durante estos años: lo tenía guardado en mi corazón, que es el sagrario de la memoria. Cuando nadie sabía o esperaba que llegase a existir Michael Jordan, y Julius Erving era un nombre que resonaba con los mismos ecos de Beowulf o Héctor -pues la NBA era mitología para nosotros-, yo vi jugar a alguien que fue un visionario. No soy capaz de calcular su media de puntos por partido de haber existido entonces la línea de tres. Pero lo mejor era verlo moverse, su clase, la actitud con sus compañeros o rivales. Era capaz de ganar partidos él solo -como en el caso del de la foto, en el que jugó con la mano izquierda rota, y remontó (sí: él solo) una diferencia de más de veinte puntos al descanso-. Nate Davis me hizo creer que aquello duraría para siempre.

Ahora han pasado los años, y el baloncesto apenas me interesa. Hay jugadores que aún me hacen sentir un vago eco de aquel baloncesto que yo viví, y que terminó -para mí- posiblemente con la retirada de Jordan. Ver jugar a Nate Davis fue un regalo del cielo, la inspiración y el impulso para expresar sobre la pista todo lo que se podía hacer con un balón y cuatro compañeros con los que estuvieses bien compenetrado. Pero al ver esta Navidad el programa que dedicó 'Informe Robinson' a este jugador único, volví a pasear por los pasillos repletos de ecos y silencio de mi pasado, añorando lo que supuso aquella infancia feliz, la plenitud de una ilusión incoada, la suspensión voluntaria no sólo de la incredulidad, sino del tiempo y el espacio: al ser un chaval, creí ser eterno. Y contemplando el documental en la compañía henchida de silenciosos recuerdos, junto a mis hermanos (que también vieron jugar a Nate Davis), caí en la cuenta de hasta qué punto la sombra del pasado nos acompaña como el relato inefable de quiénes fuimos, y de la senda que nos dirige al presente continuo de esta historia de progresivas decadencias que es a menudo el vivir.

https://www.youtube.com/watch?v=9z_iwrMp0us