jueves, 30 de enero de 2014

Los fuegos artificiales de Gandalf


El gran Fritz Lang escribió una vez: "Siempre intento poner algo en cada película sobre lo que la gente pueda hablar en casa. No tengo nada en contra del cine de entretenimiento. Si usted es un trabajador cansado al final de la jornada que quiere pasar un rato sin pensar en nada, supongo que tiene todo el derecho. Pero yo aspiro a entretener y además dejar algo sembrado en el público. Quiero hacer películas de las que ese trabajador pueda hablar después con su mujer, durante la cena, y el máximo reto es que tengan ideas diferentes sobre por qué la película ha transcurrido así, de forma que terminen acudiendo una segunda vez a verla juntos".

Esta cita ha venido a mi mente tras ver hace un par de días (apabullado) El hobbit: La desolación de Smaug (Peter Jackson, 2013). No aburriré con análisis prolijos sobre las diferencias licenciosas entre el original literario de Tolkien y esta película. Hay quien dice que es una versión, ni más ni menos. Quizá. Yo pienso que se trata de una aversión, porque al caber el más o el menos, el punto de partida ha derivado, otra vez, en una perversión del arte. Seré más explícito.

Grandilocuencia, ése es el pecado capital del cine espectáculo desde hace unos años. Me da igual la fecha. La progresiva y exponencial decadencia del cine comercial estadounidense (o neozelandés, que tanto da) se manifiesta ahora en todo su esplendor: con oropeles de papel celofán de colores chillones, voces aterciopeladas y gestos ñoños, puestas en escena que son vídeojuegos y cabriolas tan inverosímiles como inútiles (hablamos de arte); lentillas de colores para endulzar la mirada de un personaje (Legolas) cuya presencia en la película es tan inexplicable, inverosímil e inútil como su capacidad atlética: con guerrero como ése no haría falta Gandalf, ni escolta para los enanos; ni siquiera un buen saqueador. La máquina de matar haría temblar al mismísimo Rambo.

Y aquí llegamos a la clave del arco (ojo a la metáfora, no se me pierdan). El protagonismo del señor Bolsón en medio de tanto efecto digital y digicual, ante fondos tan verdes como estéticamente neutros (asépticos), ha desaparecido no ya por el uso del anillo de Gollum -aún carente de una A mayúscula-, sino porque a Jackson se le debió olvidar entre tanta pirotecnia que el protagonista de esta historia de apariencia sencilla pero de compleja sutileza y profundidad de campo, era un hobbit tan humilde como valeroso. A medida que Bilbo desaparece, el interés intrínseco de la película se desvanece.

La secuencia que, a mi juicio, estaba llamada a marcar un hito en su saber hacer como cineasta -el encuentro de inteligencias entre Bilbo y Smaug-, ha sido transformada en un zigzagueante alarde de incoherencias, para culminar con una escena que tiene mucho de becerro de oro, poco de verosímil y nada de Química. (Porque en la Tierra Media rigen la mayor parte de las leyes de nuestro mundo físico. Al fracasar el físico, se desvanece la química. Era de esperar: el obrar sigue al ser).

¡Ah, el ego!

Los magníficos (noten ustedes) fuegos artificiales con que Gandalf manifestaba su magia ante los ojos sencillos de los hobbits -lo que hacía que fuese un personaje legendario, recordado (traído al corazón) en la Comarca-, nos han sido robados a cambio del espejismo de una baratija: la pirotecnia visual de ordenadores que hacen y deshacen a su antojo -sin propósito: se trata de 'entertainment', no nos despistemos (sic)- convirtiendo la película en una amalgama de ires y venires, una sucesión de pantallas que han de ser superadas: sin épica ni rumbo, pero con cursilería y un esfuerzo de producción tan vacío como el interior de una falla.

Si fuera una buena falla, ardería. Y el tiempo, no el fuego de Smaug, la reducirá a cenizas.

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Ah, el gran Fritz Lang... No, no pude hablar de la película al llegar a casa: no había mucho que decir. Fritz Lang, que nunca fue premiado por la Academia de Hollywood, sea cual sea el valor que eso tenga ahora... Hubo un tiempo en que el viejo tío Oscar sí señalaba la grandeza. Ese tiempo no es el que coronó hace diez años a Peter Jackson como heredero de algunos más grandes que él, pero indudablemente menores que los maestros. Pero son los tiempos que nos ha tocado vivir: vacuos, orgullosos, babelescos, un remedo de una gloria usurpada, (des)vestida como el emperador desnudo con la nada del birlibirloque de usar y tirar: como un condón, como una hamburguesa reseca, sin pepinillo ¡y hasta con la mostaza caducada!