lunes, 17 de noviembre de 2014

Castidad y política

No estoy seguro de que el mundo horizontal y hostil a las jerarquías que emergió, reptando y arrastrándose como un herido de muerte de las trincheras de la Gran Guerra, represente exactamente un "avance" en sentido estricto. Lo tangible es una burda anarquía de corte utilitarista, pragmática y lerda, que pone todas las opiniones, juicios de valor y cualquier tipo de "criterio" en el mismo plano. La democracia como mal menor, como el "mejor de los sistemas posibles", es el más engañoso que existe: vende igualdad sin sumisión, equidad sin obediencia, jerarquía sin jerarcas, soberanía sin soberano, y sin pueblo. La democracia es demagogia. Vende humo, pero humo tóxico.


Exigimos respeto, un consenso respecto de ciertos "valores" intocables, mientras afirmamos que todo es relativo (menos, paradójica y reveladoramente, esa afirmación, que se erige como dogma de la modernidad), y que si existe algún tipo de verdad (aunque la verdad habría quedado enterrada en alguna fosa común indeterminada entre 1914 y 1945), es negociable y debe ser aprobada -validada ontológicamente- por la mayoría.

La tragedia es que no somos sino seres humanos. Y estamos recibiendo la medida exacta de nuestra bobalicona confianza en "el sistema" mientras perdemos, día a día, momento a momento, la fuerza y el vigor que requiere el pensamiento crítico, la resistencia argumentada, la huida de los eslóganes y los títeres de la fama política que gritan desde sus palestras que ellos son los nuevos mesías.

¿Aún creemos que la redención de las naciones vendrá a través de la política, multinacional o local? ¿Será cierto que todavía somos tan ilusos? El sistema ha sido elaborado para generar espejismos que parecen reales, toda vez que ya no tenemos la mirada educada para ver venir las tormentas que hace tiempo se ciernen sobre nuestras cabezas, y plantarles cara por caminos que no son los de la economía, ni los de los partidos (las facciones), ni las huelgas, las manifestaciones, el ruido y la lamentación tan continuas como estériles.

La política verdadera -la que es verdad y, por tanto, se traduce en hechos verdaderos- comienza en el oikós, en el hogar: es familiar. Ni colectiva, ni anónima, ni limitada ni multinacional. Si la pólis moderna no tiene sus cimientos cohesionados por la amistad y las diversas formas de 'fraternitas' entonces, simple y terroríficamente, no será. La 'auctoritas' romana era y es superior a la 'potestas' y, por eso mismo, mientras no haya vidas ejemplares que guíen en el hogar y en la ciudad y en las instancias intermedias al próximo (al prójimo, intuyo), no tenemos derecho (no, no lo tenemos) a esperar una redención profana en paraísos intramundanos que son tan imposibles como indeseables: no son distopías, sino miopías que derivan en ceguera.

La democracia funciona en la medida en que la casta es capaz de ser casta, porque sin castidad la política deviene simple prostitución de todos con todos, concupiscencias del control, cambios de cama en función de veleidades y caprichos, orgías de poder y, en general, promiscuidades enfermizas que, si bien pueden no ser seropositivas, siempre acaban por ser socio-negativas. La política es un arte imprescindible: como todo arte, requiere una tekné, un saber hacer humilde. Como todo lo imprescindible exige una prudencia demasiado tardía en la vejez, y una sabiduría desconocida en la juventud. Porque quien no sirve con el poder acaba sirviéndose de él, de (mala) suerte que quien debía ser ministro (del latín 'ministrare', servir) se transforma en déspota, oligarca, dictador, un simple que lidera a otros simples y un ciego que apacienta a todos —él incluido— mansa o revolucionariamente, rumbo al hoyo de la desesperanza.

martes, 12 de agosto de 2014

"Entender la poesía", por Robin Williams, doctor en Filosofía




Hay dos películas únicas para mí, por el impacto y el momento concreto en que llegaron a mi vida: "La guerra de las galaxias" y "El Club de los poetas muertos". La primera me enamoró del Cine siendo un niño de diez años; la segunda alumbró aun más, "como un relámpago en un cielo claro", mi camino y vocación para llegar a ser profesor mientras ya me encontraba en la universidad.

Durante años me resultó imposible imaginar a Robin Williams en otro papel que no fuese el del querido profesor John Keating. Encarnaba, más allá de los defectos y errores que cometía como maestro e inspiración, un ideal de vida, una manera de percibir la realidad, un modo de entender la educación como tarea que debe servir al alumno para avanzar por la existencia con dos convicciones: 1. La vida propia es única y el tiempo es breve. 2. No se puede medir la belleza, porque el mundo es demasiado profundo, complejo y sencillo como para explicarlo en un soneto, en un cuadro, en nada que no sea el Infinito mismo.

Con el tiempo, los años, la experiencia y mis propias limitaciones, observé en esa película —que habré contemplado cerca de un centenar de veces— los defectos de Keating como profesor bajo luces nuevas, matizadas. Sobre todo, el modo en que el carisma es arma de doble filo, en especial cuando los alumnos son un público tan impresionable como bisoño, tan impetuoso como imprudente. Pero siempre permaneció la convicción de que profesores como Keating son lo que hace falta: personas capaces de levantar la mirada y el espíritu de otros, de ayudar a contemplar la belleza y aspirar a nombrarla ("No digan triste; digan... ¡vamos, señor Overstreet, lo sabeee!: ¡Eeeexacto!: ¡Taciturno!"), desafiando en duelo singular al Desánimo, al Cinismo y al Riesgo que implica formar librepensadores: personas capaces de hacer de sus vidas algo extraordinario.

Con el paso de los años Robin Williams ha formado parte de nuestras vidas. Con suerte dispar en cada cinta —cada uno podrá señalar las películas que le han gustado más, menos o nada—, para mí hay cuatro imprescindibles: "El Club de los poetas muertos", "El indomable Will Hunting", "Despertares" y "El rey pescador". Curiosamente, películas dramáticas en las que RW interpretaba a personajes alejados de cualquier tipo de histrionismo o exceso. Será que soy un tipo serio.

O será que él era un hombre cuya alma era tan grande, su espíritu tan insaciable, su vida tan incomprensible para él en su propia y creciente soledad, que no le quedaba otro remedio que construir una maraña de máscaras con las que esconderse mientras buscaba su propio rostro. Ése que ahora mira cara a cara a Dios, recibiendo el abrazo que pone fin a los sufrimientos de algunos para quienes este mundo no es accesible, y debe ser hecho habitable por una suerte de encantamiento: ése que provee el Arte.

Porque "eternamente resuena por todo el Universo el grito del artista: ¡dejadme hacer todo aquello de lo que soy capaz!".


Ha muerto mi capitán. Y aunque cuento con la esperanza, estoy triste; muy triste. No sabía que era alguien tan importante en mi vida -en mi alma-. No recuerdo una sola de mis conferencias, y muchas de mis clases, sin haber hecho referencia expresa a Keating, a alguna secuencia concreta, o citado de memoria un diálogo agudo y pertinente. Con todo, cuando pienso en Robin Williams como John Keating, lo veo como el ser solitario que presenta la película: amigo sólo del profesor de Latín, condenado por el rígido sistema de la Academia Welton a un cierto ostracismo tácito, y como chivo expiatorio; y recluido en un breve espacio que "es parte del juramento monástico", acompañado por una foto de una esposa alejada y unos recuerdos de un enclenque muchacho a quien lanzaban libros de Byron a la cabeza antes de ser el gigante intelectual que procuraba pasar las veladas extrayendo todo el meollo a la vida en compañía de los grandes: Shelley, Whitman, Thoreau, ¡los románticos!

Ha muerto mi capitán y, al igual que el viejo tío Walt hiciera con Abraham Lincoln, hoy hago que resuene "mi bárbaro gañido sobre los techos del mundo". Descanse en la paz de Dios, para siempre:

"O Captain! my Captain! rise up and hear the bells;
Rise up—for you the flag is flung—for you the bugle trills,
For you bouquets and ribbon’d wreaths—for you the shores a-crowding,
For you they call, the swaying mass, their eager faces turning."



 ¡Oh Capitán!, ¡mi capitán!

Oh Capitán, mi Capitán:
nuestro azaroso viaje ha terminado.
Al fin venció la nave y el premio fue ganado.
Ya el puerto se halla próximo,
ya se oye la campana
y ver se puede el pueblo que entre vítores,
con la mirada sigue la nao soberana.
Mas ¿no ves, corazón, oh corazón,
cómo los hilos rojos van rodando
sobre el puente en el cual mi Capitán
permanece extendido, helado y muerto?
Oh Capitán, mi Capitán:
levántate aguerrido y escucha cual te llaman
tropeles de campanas.
Por ti se izan banderas y los clarines claman.
Son para ti los ramos, las coronas, las cintas.
Por ti la multitud se arremolina,
por ti llora, por ti su alma llamea
y la mirada ansiosa, con verte, se recrea.
Oh Capitán, ¡mi Padre amado!
Voy mi brazo a poner sobre tu cuello.
Es sólo una ilusión que en este puente
te encuentres extendido, helado y muerto.
Mi padre no responde.
Sus labios no se mueven.
Está pálido, pálido. Casi sin pulso, inerte.
No puede ya animarle mi ansioso brazo fuerte.
Anclada está la nave: su ruta ha concluido.
Feliz entra en el puerto de vuelta de su viaje.
La nave ya ha vencido la furia del oleaje.
Oh playas, alegraos; sonad, claras campanas
en tanto que camino con paso triste, incierto,
por el puente do está mi Capitán
para siempre extendido, helado y muerto.

Walt Whitman

miércoles, 16 de abril de 2014

Ateísmo: ¿honestidad o burdo anticlericalismo?


Después de releer la autobiografía de Clive Staples Lewis, 'Surprised by Joy', me apetecía escribir una reflexión sobre el ateísmo. Coincidió, además, con un momento en que facebook hervía con las iras y los venires de Savonarolas y fustigadores de la clerecía; y mi interior también.

Uno de los capítulos de "Cautivado por la Alegría" —que así de mal se tradujo al español, no sé por qué— se titula 'El gran Knock'. Trata sobre el que fue tutor de Lewis, el radical "aldabonazo" (ése es el ingenioso juego de palabras) que despertó para siempre en el joven pupilo de mente ágil y pendenciera la gran arma: la honradez intelectual a cualquier precio. El señor Kirkpatrick poseía una fría mente lógica y racionalista, analítica e inexpugnable ante cualquier argumentación débil. Subrayo "argumentación", porque es lo que falta en las diatribas de los modernos progres, más o menos culturetas, que consideran clausurado el tema desde Kant y Nietzsche, mientras cada nueva generación se sigue formulando las mismas preguntas con distintas respuestas. Otros ateos, más sencillos y grandes (¿simplemente verdaderos?), dejan de lado lo "archisabido", y se zambullen con audacia en las procelosas aguas donde habita Dios, ese Náufrago.

Dice Lewis:
Tras decir que era ateo me apresuro a añadir que era "racionalista", a la usanza del antiguo, elevado y seco siglo XIX. Porque el ateísmo ha descendido en el mundo desde aquellos tiempos, se ha mezclado en política y ha empezado a hundirse en el fango. El donante anónimo que ahora me envía revistas en contra de Dios espera, sin duda, herir al cristiano que hay en mí, pero en realidad hiere al exateo. Me avergüenza que mis antiguos compañeros y (lo que importa más) los antiguos compañeros de Kirk, se hayan hundido en eso en que están ahora (...). En la época en que yo lo conocí, el combustible del ateísmo de Kirk era fundamentalmente de un tipo antropológico y pesimista (...).
Jamás atacó la religión en mi presencia (...).
En 2010 cursé un máster de Filosofía Contemporánea. Uno de los cursos fue impartido por un profesor rabiosamente anticlerical y burdamente carente de preparación como docente. Las sesiones con él se limitaban a exabruptos contra tal o cual obispo, y a una defensa numantina ante un público en el que los apóstatas eran mayoría, de la idea de que su postura era laical, no laicista. Fue homérico. Reconsideré entonces a menudo, como lo había hecho desde mediados de la década de 1980, la grave confusión, a medio camino entre la mera ignorancia y la mala fe (sic) sobre este tema: atacar y escupir sin otro argumentario que el interminable catálogo de las miserias de ese o aquel cura, de aquel obispo, o mías. Nunca las vigas en el ojo propio; sólo armas empuñadas con razones manchadas de la viscosa mezcla de prejuicios e ideologías variadas, todas intelectualmente tan endebles como el abrazo de un bebé, pero sin su vinculante fortaleza.

Hace falta mucha honradez para ser ateo. Afirmarlo de uno mismo requiere haberse medido, y medirse cada día, con las preguntas radicales. De suerte que ser ateo no es un estado permanente: para ser coherente, debería serlo el estado de búsqueda, de pregunta, de imprecación, de ruego y dolor, como el que llevó a John Henry Newman a aprender griego para leer a los Padres de la iglesia en su idioma original, y ver si tenían o no razón; a Chesterton a dejar mediar veinte años entre su decisión y el momento de su bautismo; a Evelyn Waugh a sus ires y venires; a Lewis a estudiar sin tregua... Porque creer no es cuestión que se resuelva en mero voluntarismo. No es sólo querer creer, sino (y sobre todo) aceptar un don, o rechazarlo. La fe es el sagrario donde se citan la Libertad de Dios y la de cada uno. Por eso es ateo el que lo sigue siendo A PESAR de haberse y haber vuelto sobre quién es, y no qué es Dios; el que se enfrenta sin hipocresía, con realismo, a la pregunta sobre qué diferencia las limitaciones y pecados de uno u otro, de la verdad y su búsqueda; sobre qué distancia media entre la honradez y la fácil acusación ante los límites y las miserias, ¡tan obvias!, de todos.

Querido ateo: las tuyas también.

jueves, 10 de abril de 2014

De franquicias sin franqueza

 
Un día cualquiera, en un Burger King, a esa hora en que empieza a haber aluvión de clientes. Sirven dos personas; una de ellas atiende sólo el Auto King. La otra está sola en el mostrador, y no se maneja muy allá: es lenta, y es posible que no muy experta. El encargado, simplemente y sin mala fe, "pulula". Hacemos el pedido tras una excesivamente larga espera a falta de una mínima diligencia. Cuando lo sirven, tras otro tanto, faltan muchas cosas, y se han servido otras por error en cantidad o contenido.

El buzón donde se puede emitir la valoración del servicio que, de manera ridícula, se limita a sendas ranuras para el verde o el rojo, está colocado en un lugar donde es imposible una mínima intimidad. El voto, además, es un tique sin lugar para matizaciones, sugerencias de mejora o comentario alguno.

Las personas que nos han atendido, se nota, no han sido formadas para esa tarea. Se ve que tiene más buena voluntad que capacidad, y que han sido contratadas más que posiblemente según criterios que nada tienen que ver con un servicio público, sino con el interés del franquiciado.
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Así que decidí no depositar mi triste tique de voto: porque lo más probable es que al aparecer en la casilla roja, sin paliativos, se aplicase un injusto pescozón a los camareros y no, como es y fue mi deseo, al jefe. Así que tomamos nuestros menús con más pena que gloria; y se perdió la enésima oportunidad de mejorar siquiera un poquito.

Al menos tiramos nuestra propia basura en las papeleras.



miércoles, 9 de abril de 2014

Noé: ¿por qué una enmienda a la totalidad?


El sábado fui a ver 'Noé'. Desde entonces he leído ya varias veces esta lista de defectos de la película; lista que, a mi juicio, carece de una mirada más amplia sobre el contexto. Como suele ocurrir, tristemente, se ha juzgado la película con la Biblia en la mano y sin ir al fondo de algunas cuestiones clave. Esta actitud provoca en mí una ya habitual sensación de pena al contemplar cómo, cada vez que una manifestación artística pone en el horizonte la fe cristiana lato sensu -desde el ángulo que sea, no sólo moral-, hay puristas dispuestos a apalear al errado, o a dar con la Biblia en la cabeza de alguien. Acción-reacción. Casi nunca una visión estético-teológica de la realidad. Y así nos va.

No creo que esa lista de verdades —si comparamos el guión con el texto de Génesis, capítulos 6 a 10— haga naufragar (sic) la película. A mí me ha gustado; bastante, de hecho. Pienso que ofrece una visión más que interesante de una época en que la genealogía de la moral no era la que damos por supuesta hoy día -aun los ateos, a menudo sin darse cuenta- en lo relativo a los vínculos del ser humano con Dios, la noción de 'justicia', los límites de la obediencia y el significado profundo del pecado; o la ternura, la "inocencia" y el respeto a la vida. La película navega con acierto las más de las veces evitando la obvia y permanente amenaza del anacronismo (algo nada habitual en Hollywood). El estadio evolutivo de los animales, su carencia de protagonismo (tan pronto como entran en el arca son dormidos: ¡genial!), la apariencia del cielo, los paisajes desolados, la propia forma del arca, ajena a cualquier diseño estándar: un simple paralelepípedo; Adán y Eva como seres luminosos, o el fruto prohibido como un corazón que late... Muchos aciertos como para despacharlo todo desde la lista de "noes". Muy interesante, al respecto, pensar que Aronofsky es un hombre de origen judío, y que ha manejado fuentes diversas; y que -para mí lo mejor de todo- plantea un problema moral de fondo tan peliagudo como permanente: hasta qué punto Dios puede o no hacer según qué cosas, y de qué modos diversos y radicales (de raíz) el hombre le debe obediencia.


Para saber más: http://www.jkdoyle.com/the-noah-movie-and-its-sources/...

sábado, 22 de marzo de 2014

Facebook: muro de la discordia o palestra del sentido común


Amigos que me quieren bien (y por eso son amigos) me suelen aconsejar que no aborde en mi muro de Facebook temas que puedan levantar apasionados debates. Se lo agradezco.

PERO, otrosí, DIGO que tengo más que sobradas razones para seguir haciéndolo. En segundo lugar, porque me niego a que ese muro sea una suerte de espacio neutro donde sólo comparto una faceta, o varias, de mi manera de ver el mundo; las jocosas, desenfadadas o líricas; las familiares, sobre mis aficiones, o de actualidad. En tercer lugar, porque precisamente porque esto es España, es un imperativo que aprendamos a leer y a escuchar, a debatir dejando los prejuicios en el sumidero, que es su lugar. En cuarto lugar, porque la amistad verdadera se construye no en fb, sino en el aprendizaje que constituye el debate sereno con otros, y con sus puntos de vista.

Y en primer lugar, porque es mi muro y pongo en él lo que me apetece. No quiero una libertad esclava para nadie; ni que me den lecciones de libertad de expresión personas que no respetan la mía, mis ideas, creencia, o los matices a la totalidad que incorporo siempre a lo que digo. Las gafas, para ver mejor.


Aude legere!

martes, 4 de febrero de 2014

Yo vi jugar a Nate Davis



En 1977 dejé de lado el fútbol para dedicar mis sueños al baloncesto. En Valladolid estudiar en los Maristas solía ser sinónimo de "canasta". Cada tarde, al terminar las clases, entrenábamos con disciplina y muchas ganas, y nuestro entrenador (Jesús Vaquero) insistía en perfeccionar los fundamentos de la técnica y el juego de equipo a un nivel que no encontré más adelante. La recompensa a esos esfuerzos (que de suyo ya eran un regalo), consistía en una tarjeta azul que nos acreditaba como jugadores, y que hacía las veces de salvoconducto para ver los partidos del entonces Valladolid Impala, poco después Valladolid Miñón, cada quince días y sin pagar entrada. Me sentía importante cuando mostraba mi carné al conserje, como los polis de las películas, y él se hacía a un lado y me dejaba pasar.

Qué tiempos: una librería patrocinaba un equipo de 1ª División. En fin.

En 1979 llegó al equipo un nuevo fichaje. Aún recuerdo su primer partido que, en realidad, fue una presentación: vestido con pantalones vaqueros, una cazadora color camel y una figura de estampa elegante y andares felinos, saludó a los que atestábamos el graderío. Yo no sabía nada de estadísticas, ni de porcentajes de tiro, y daba mis primeros pasos en un deporte que tenía para mí algo de intuitivo. Tampoco existía la línea de tres puntos. No hizo falta. En el siguiente partido, ya en la rueda de calentamiento (que no nos perdíamos, porque era ya una ocasión de empezar a ver visiones), Nate Davis comenzó a volar ante nuestros asombrados ojos de niño.

Todo lo hacía fácil: tiraba desde cualquier distancia, saltaba en una suspensión que luego sólo he visto en Michael Jordan (flotaba en el aire un instante más que todos los demás) y, sobre todo, me impresionó su momento de salto y la intuición que poseía para colocarse al rebote y para taponar tiros de jugadores a menudo mucho más altos que él. Su agilidad y su concepción del baloncesto pudieron desarrollarse al máximo gracias a Carmelo Cabrera y Arturo Seara, en un equipo dirigido por Mario Pesquera en el que todas las piezas encajaban.

No sé si el espectador actual -no sólo de baloncesto- puede hacerse una idea de lo que significaba ver un partido de Nate en directo. No había repeticiones, ni programas de televisión en los que "repasar" lo visto; ni vídeo. No, al menos, en mi casa. De manera que ejercité mi memoria para conservar la impresión de cada finta, de cada movimiento y canasta, de toda la creatividad que aquel atleta formidable era capaz de desarrollar en un rectángulo de 30 x 15 m. Cada entrenamiento mío era una ocasión para practicar la composición espacial de su estilo. Todo esto lo he recordado durante estos años: lo tenía guardado en mi corazón, que es el sagrario de la memoria. Cuando nadie sabía o esperaba que llegase a existir Michael Jordan, y Julius Erving era un nombre que resonaba con los mismos ecos de Beowulf o Héctor -pues la NBA era mitología para nosotros-, yo vi jugar a alguien que fue un visionario. No soy capaz de calcular su media de puntos por partido de haber existido entonces la línea de tres. Pero lo mejor era verlo moverse, su clase, la actitud con sus compañeros o rivales. Era capaz de ganar partidos él solo -como en el caso del de la foto, en el que jugó con la mano izquierda rota, y remontó (sí: él solo) una diferencia de más de veinte puntos al descanso-. Nate Davis me hizo creer que aquello duraría para siempre.

Ahora han pasado los años, y el baloncesto apenas me interesa. Hay jugadores que aún me hacen sentir un vago eco de aquel baloncesto que yo viví, y que terminó -para mí- posiblemente con la retirada de Jordan. Ver jugar a Nate Davis fue un regalo del cielo, la inspiración y el impulso para expresar sobre la pista todo lo que se podía hacer con un balón y cuatro compañeros con los que estuvieses bien compenetrado. Pero al ver esta Navidad el programa que dedicó 'Informe Robinson' a este jugador único, volví a pasear por los pasillos repletos de ecos y silencio de mi pasado, añorando lo que supuso aquella infancia feliz, la plenitud de una ilusión incoada, la suspensión voluntaria no sólo de la incredulidad, sino del tiempo y el espacio: al ser un chaval, creí ser eterno. Y contemplando el documental en la compañía henchida de silenciosos recuerdos, junto a mis hermanos (que también vieron jugar a Nate Davis), caí en la cuenta de hasta qué punto la sombra del pasado nos acompaña como el relato inefable de quiénes fuimos, y de la senda que nos dirige al presente continuo de esta historia de progresivas decadencias que es a menudo el vivir.

https://www.youtube.com/watch?v=9z_iwrMp0us

jueves, 30 de enero de 2014

Los fuegos artificiales de Gandalf


El gran Fritz Lang escribió una vez: "Siempre intento poner algo en cada película sobre lo que la gente pueda hablar en casa. No tengo nada en contra del cine de entretenimiento. Si usted es un trabajador cansado al final de la jornada que quiere pasar un rato sin pensar en nada, supongo que tiene todo el derecho. Pero yo aspiro a entretener y además dejar algo sembrado en el público. Quiero hacer películas de las que ese trabajador pueda hablar después con su mujer, durante la cena, y el máximo reto es que tengan ideas diferentes sobre por qué la película ha transcurrido así, de forma que terminen acudiendo una segunda vez a verla juntos".

Esta cita ha venido a mi mente tras ver hace un par de días (apabullado) El hobbit: La desolación de Smaug (Peter Jackson, 2013). No aburriré con análisis prolijos sobre las diferencias licenciosas entre el original literario de Tolkien y esta película. Hay quien dice que es una versión, ni más ni menos. Quizá. Yo pienso que se trata de una aversión, porque al caber el más o el menos, el punto de partida ha derivado, otra vez, en una perversión del arte. Seré más explícito.

Grandilocuencia, ése es el pecado capital del cine espectáculo desde hace unos años. Me da igual la fecha. La progresiva y exponencial decadencia del cine comercial estadounidense (o neozelandés, que tanto da) se manifiesta ahora en todo su esplendor: con oropeles de papel celofán de colores chillones, voces aterciopeladas y gestos ñoños, puestas en escena que son vídeojuegos y cabriolas tan inverosímiles como inútiles (hablamos de arte); lentillas de colores para endulzar la mirada de un personaje (Legolas) cuya presencia en la película es tan inexplicable, inverosímil e inútil como su capacidad atlética: con guerrero como ése no haría falta Gandalf, ni escolta para los enanos; ni siquiera un buen saqueador. La máquina de matar haría temblar al mismísimo Rambo.

Y aquí llegamos a la clave del arco (ojo a la metáfora, no se me pierdan). El protagonismo del señor Bolsón en medio de tanto efecto digital y digicual, ante fondos tan verdes como estéticamente neutros (asépticos), ha desaparecido no ya por el uso del anillo de Gollum -aún carente de una A mayúscula-, sino porque a Jackson se le debió olvidar entre tanta pirotecnia que el protagonista de esta historia de apariencia sencilla pero de compleja sutileza y profundidad de campo, era un hobbit tan humilde como valeroso. A medida que Bilbo desaparece, el interés intrínseco de la película se desvanece.

La secuencia que, a mi juicio, estaba llamada a marcar un hito en su saber hacer como cineasta -el encuentro de inteligencias entre Bilbo y Smaug-, ha sido transformada en un zigzagueante alarde de incoherencias, para culminar con una escena que tiene mucho de becerro de oro, poco de verosímil y nada de Química. (Porque en la Tierra Media rigen la mayor parte de las leyes de nuestro mundo físico. Al fracasar el físico, se desvanece la química. Era de esperar: el obrar sigue al ser).

¡Ah, el ego!

Los magníficos (noten ustedes) fuegos artificiales con que Gandalf manifestaba su magia ante los ojos sencillos de los hobbits -lo que hacía que fuese un personaje legendario, recordado (traído al corazón) en la Comarca-, nos han sido robados a cambio del espejismo de una baratija: la pirotecnia visual de ordenadores que hacen y deshacen a su antojo -sin propósito: se trata de 'entertainment', no nos despistemos (sic)- convirtiendo la película en una amalgama de ires y venires, una sucesión de pantallas que han de ser superadas: sin épica ni rumbo, pero con cursilería y un esfuerzo de producción tan vacío como el interior de una falla.

Si fuera una buena falla, ardería. Y el tiempo, no el fuego de Smaug, la reducirá a cenizas.

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Ah, el gran Fritz Lang... No, no pude hablar de la película al llegar a casa: no había mucho que decir. Fritz Lang, que nunca fue premiado por la Academia de Hollywood, sea cual sea el valor que eso tenga ahora... Hubo un tiempo en que el viejo tío Oscar sí señalaba la grandeza. Ese tiempo no es el que coronó hace diez años a Peter Jackson como heredero de algunos más grandes que él, pero indudablemente menores que los maestros. Pero son los tiempos que nos ha tocado vivir: vacuos, orgullosos, babelescos, un remedo de una gloria usurpada, (des)vestida como el emperador desnudo con la nada del birlibirloque de usar y tirar: como un condón, como una hamburguesa reseca, sin pepinillo ¡y hasta con la mostaza caducada!

domingo, 26 de enero de 2014

Autobiografías y prosaísmo

Como aficionado a las autobiografías (creo que aun más desde que escuché con pasmo a una vacía testuz universitaria que un ser humano no tiene nada de valor que decir sobre sí mismo), leo estos días, con un deleite que hace tiempo no experimentaba, las "Memorias" de Alec Guinness; Sir Alec, u Obi-Wan Kenobi, que para mí tanto da. Comienzan al marchamo de esta bella forma:

"Entra EGO por el lateral, perseguido por geniecillos malvados. Sale EGO.
Ego, cuando era muy joven, sin ninguna experiencia profesional, suponía que su lugar natural en el escenario de la realidad era el centro, pero pronto aprendió que durante mucho tiempo debería estar a un lado, muy a un lado, y medio vuelto de espaldas al público (...). Los geniecillos malvados que lo persiguen y empujan son la Impaciencia, el Desasosiego, el Orgullo Herido, la Frivolidad, la Pereza, la Impetuosidad, el Temor-al-Futuro y, merodeando en las cercanías, la Falta de Sentido Común (...)".

No es que nuestras vidas no valgan la pena como material para una novela, un poema épico o un sainete. Es, quizá, que nos hemos acostumbrado a maldades que no merecen nombre tan serio; o a que hemos convertido lo cotidiano en meramente rutinario. La fuerza brutal de la costumbre no tiene nada que envidiar a la de una placa tectónica, que con cada deslizamiento oculta una nueva capa de recuerdos y vivencias que, de otro modo, bien pudieran haber llegado a ser materia de una leyenda: 'legenda', cosas que deberían ser leídas por otros. Para aprender, para saber que ninguno estamos solos en la pelea con la Mediocridad.

Puede que nos falte la técnica de un buen narrador. Puede ser que contar no sea una necesidad tan perentoria como callar -conozco personas así-. Sea como fuere, la vida que ha de ser contada debe ser, en primer lugar, recordada, anudada de nuevo al corazón de cada uno: para que el olvido no se lleve el poso de lo que pesa, y el pesar no desequilibre la balanza, despedazándonos. El pesado peso de la pesadumbre frente a la liviana ligereza de la ligazón con las cosas que tiran de nosotros hacia arriba. Creo recordar que todo tenía que ver, de diversas maneras, con amar y ser amado.

Y otra cosa: parece que Sirs o maestros Jedi, todos tenemos la misma caterva de geniecillos malvados incordiando acechantes tras la sombra de nuestros silencios y soledades sonoras... ¡Ah, el Ego!

Montana, Wordsworth y el fin del mundo

He aquí parte del porqué del nombre de mi blog.

Pues aunque el resplandor que en otro tiempo fue tan brillante
hoy esté por siempre oculto a mis miradas,
aunque nada pueda hacer volver la hora
del esplendor en la hierba, de la gloria en las flores,
no debemos afligirnos, pues encontraremos
fuerza en el recuerdo,
en aquella primera simpatía
que habiendo sido una vez, habrá de ser por siempre,
en los consoladores pensamientos que brotaron
del humano sufrimiento
y en la fe que mira a través de la muerte,
y en los años, que traen consigo las ideas filosóficas (......)

Gracias al corazón humano, por el cual vivimos,
gracias a sus ternuras, a sus alegrías, y a sus temores
la flor más humilde, al florecer, puede inspirarme
ideas que, a menudo, se muestran demasiado profundas para las lágrimas.

WILLIAM WORDSWORTH - Ode: intimations of inmortality, 1807.